En el ala oeste del crucero de la Catedral de Santiago de Compostela hay un pequeño altar dedicado a su santo patrón en su versión mata moros. Espada en alto sobre brioso corcel, despacha mandobles sobre los sarracenos de Abderramán II postrados a los pies de su caballo, blanco naturalmente.
Clavijo, la reconquista, en fin, batallas de la Edad Media tan lejana como distantes son sus paradigmas éticos de los de nuestro tiempo.
Ni corto ni perezoso, hace algunas décadas ya, el cabildo compostelano decidió apaciguar la imagen cubriendo los bajos de la escena con una horrenda pradera de plástico verde para ocultar a los yacientes a los pies del caballo. Y se quedaron tan contentos dejando a Santiago alanceando musarañas.
Desde entonces crece por doquier una ola revisionista que trata de rehacer el mundo como si la Historia fuera moldeable como aquel blandiblú de los juegos infantiles. En unos casos para ganar batallas irremisiblemente perdidas, en otros para borrar personajes, como los soviéticos hacían tras la desaparición de cada uno de sus líderes supremos.
Son códigos impuestos por minorías aculturales o radicales que se imponen a las mayorías flexibles y convivenciales. Son los casos del yihadismo, el independentismo radical, del metoo, o de los segregacionistas.
Decapitan estatuas, cuando no las derriban, como destruyen la honra de personas ilustres de la política o las artes; y queman libros o retiran películas de sus paneles; acaba de hacerlo HBO con “Lo que el viento se llevó”.
«Lo que el viento se llevó es un producto de su tiempo y pone en escena prejuicios étnicos y raciales que, desafortunadamente, han sido habituales en la sociedad americana. Esa mirada racista estaba mal entonces y están mal ahora y sentimos que era irresponsable mantener este film disponible sin una explicación y una denuncia de su contenido que es contrario a los valores de Warner Media«. Brillante excusa.
La melonada es antológica. Lo de menos es que en 1939, cuando se filmó, hubiera otros estándares sociales, y que la historia narrada se remontara al siglo anterior. Lo sustancial es que se trata de una ficción, de una obra artística, y la estética tiene caminos propios que no son precisamente los de la ética.
¿Terminaremos quemando Las señoritas de Avignon porque Picasso pinto cinco putas de un burdel de la barcelonesa calle de Avinyó? O puestos a hacer justicia ¿prohibiendo las óperas del Wagner antisemita, retirando de los anaqueles “Mi lucha” y “El capital” o expurgando de la Biblia el libro de los Salmos?
Cuán deteriorada ha de estar la conciencia de la sociedad para que un artículo de un tal Ridley criticando la historia de la película de los ocho Oscar, que es la de la novela de los treinta millones de ejemplares vendidos en treinta idiomas, para que el canal que la suministra la retirara de su oferta.
En una de éstas puede quitar también de su catálogo la versión que tiene de Fahrenheit 451, la novela en que Bradbury cuenta la odisea del bombero que se subleva ante el encargo gubernamental de quemar libros.
Historias que el viento no termina de llevarse.
Como tampoco se lleva al populismo irredento que da coces contra el aguijón de la realidad, porfiando en retrotraernos a los años treinta del pasado siglo. Lejos de todo compromiso ético y de estética precaria, envilece la convivencia de quienes sólo pretenden vivir su libertad.