Leído el Informe del FMI sobre nuestra situación, y visto lo que tenemos, la primera pregunta que cabe hacerse es: ¿cuántos queríamos tener en el Gobierno lo que tenemos?
Al cabo de unos pocos meses, que parecen una eternidad, estamos suspendidos sobre el vacío. Una fosa abierta bajo nuestros pies está dispuesta a engullir a seis millones de personas sin trabajo.
Volvemos al nivel del legado que nos dejó Rodríguez Zapatero, otro estadista de postín al que no pudo aguantar su vicepresidente económico Pedro Solbes, entre otros como Jordi Sevilla. Aquel precursor del actual líder cum laude le cayó encima la gran recesión causada por la crisis financiera internacional. Costó cinco años cubrir aquello, hasta que desde 2015 hasta 2018 España creciera por encima del 3 por ciento.
El gobierno socialista de entonces tardó un año en enterarse de la intervención de los bancos centrales para dar liquidez al sistema. La quiebra de Lehman Brothers y las subprime en los Estados Unidos y aquí la burbuja inmobiliaria española que venía de más atrás, fueron desdeñadas como ahora lo ha sido el bichito chino del que la OMS ya alertó en enero.
Aquella crisis económica se superó en cierto modo, pero entre otras heridas nos dejó la caída y muerte del bipartidismo con el que habíamos venido manejándonos más bien que mal durante cuarenta años. Lo que la actual pueda traernos lo verán los años venideros. Pero de momento el futuro no se vislumbra halagüeño.
La recuperación de la parálisis producida por los confinamientos dependerá tanto de las políticas que se impulsen, por quien puede hacerlo, como de la elasticidad de nuestro sistema productivo para rebotar desde la sima. Ni uno ni otro condicionantes parecen dotados de los niveles idóneos.
Nuestro sistema, en el que turismo, la agricultura primor y la automoción son fundamentales, está lastrado por condiciones ajenas, dependen demasiado del exterior. Y las políticas económico-sociales que pueda arbitrar una coalición con fuerzas antisistema, comunistas en el propio gabinete y en el parlamento independentistas, no ofrecen garantía alguna de solvencia.
Con este panorama, apelar a pactos como si fueran el bálsamo de Fierabrás no merece más reconocimiento que aquel ungüento de aceite, vino, sal y romero con el que don Quijote quiso sanarse tras una paliza; mucho tendrían que cambiar las bases de partida, lo que no parece que vaya a ocurrir. Pactar con quien no llama para concertar, no ya las materias a tratar, ni siquiera el encuentro, es más que una quimera; es pura tomadura de pelo.
En el fondo siempre hay un resquicio por el que se cuela la esperanza, y es que la gravedad de las circunstancias acabe por propiciar una vuelta a aquella especie de bipartidismo imperfecto que se cargó la anterior tempestad.
Así volverían a su sitio los asaltantes de los cielos y los tercios de arcaicos soberanistas que perturban la convivencia en paz de las gentes ahora necesitadas de trabajo y libertad.