Landelino Lavilla se va como llegó, con la elegancia de la discreción. Y de la humildad. Dedicó buena parte de su vida a España como hombre de leyes. Muchas cosas hizo por la convivencia de los españoles, tantas y de forma tan natural que pareciera que no fueran a él debidas; simplemente acerbo común de la Transición española.
Hace tres o cuatro años, salíamos de un acto en el Instituto de Estudios Políticos y Constitucionales sobre la Ley para la Reforma Política que abrió las puertas a la Transición o, dicho de otra forma, cerró bajo siete candados el armazón jurídico-político del régimen anterior.
“¡Quién me va a hablar a mí de la autoría de aquella Ley!”, recordaba entre risas Landelino a quienes terminada la sesión académica bajábamos con él las escaleras del Palacio de Godoy. La media docena de antiguos compañeros y amigos siempre supimos su autoría, pero algunos de los participantes del coloquio no lo tenían tan claro. Y no era de extrañar, dada la discreción que acompañó la creación de ésta y tantas otras palancas para la demolición del viejo tinglado.
Por encima de la brillante idea de Fernández Miranda de que el cambio debía de hacerse por vía de reforma, pasando de la ley a la ley, quien puso letra a aquella música fue el entonces flamante ministro de Justicia del primer Gobierno Suárez.
Sin miramiento alguno, el artículo 5 de aquella Ley establecía “El Rey podrá someter directamente al pueblo una opción política de interés nacional… para que decida mediante referéndum, cuyos resultados se impondrán a todos los órganos del Estado… Si el objeto de la consulta se refiere a materia de competencia de las Cortes y éstas no tomaran la decisión correspondiente de acuerdo con el resultado del referéndum, quedarán disueltas…”
Las Cortes franquistas lo aprobaron dos días antes del primer aniversario de la muerte de Franco.
Del jurista que acaba de dejarnos, libre por cierto del virus chino, se conocen mejor sus modos corteses que lo tajante de su determinación a la hora de resolver los enigmas puesto sobre su escritorio, como muestra el texto reproducido. Antes, había decretado la primera amnistía, el cambio de la mayoría de edad, la derogación de los artículos que penaban el adulterio, el divorcio…
Católico practicante tenía claras sus obligaciones de conciencia: “me repugnaría una ley que hiciera obligatorio el divorcio, pero no me repugna que lo haga posible”. Porque como decía, en una sociedad plural el legislador no tiene necesariamente que elevar a norma jurídica sus propias exigencias éticas.
La actividad de aquel jurista fino y templado no conocía reposo. Suprimió el Tribunal de Orden Público, presentó la ley de Partidos Políticos, y la Electoral hoy vigente. Y en la Semana Santa del 77, visto que el Supremo se abstuvo de pronunciarse sobre la legalización del PCE, instó al Fiscal del Reino para que la Junta de fiscales lo hiciera el Sábado Santo que pasó a la Historia.
Del ministerio de Justicia pasó a presidir el Congreso con reconocida ecuanimidad. Con gesto entrañable Juanita, su mujer, le dirigía de vez en cuando un beso desde la tribuna de invitados situada frente al sillón del que se levantó firme el aciago día en que irrumpieron en el hemiciclo unos energúmenos vestidos de época, como definió el NYT a los autores del golpe de 23F.
Políticamente estuvo alineado en la derecha política del centro suarista. Terminó no comprendiendo la actitud suprapartidista con que Suárez dirigía el partido en su tercer mandato. Hemos sido un partido nacido en el Gobierno, decía, pero ahora hay que hacer que el Gobierno sea del partido.
Ese fue el final, pero también la liberación del hombre de leyes, elegante y hacedor de puentes. Español, como Enrique Múgica, que se nos van cuando más necesitados estamos de su ejemplo. Ojalá sus huellas sean fértiles.