Lo que llaman “El Debate” fue un adefesio de difícil digestión. No son horas, ni método para aclarar nada. El miedo que el doctor del fraude tiene al cara a cara impuso este encuentro a cinco del que no podía salir otra cosa que un cierto chispeo por los extremos, y así fue. Pero la trampa superó lo previsible con el juego de cámaras dispuesto bajo el amparo de esa llamada Academia televisual.
La broma comenzó por mantener durante horas interminables un errático eje del tiro de cámara, de forma que cuando se veía a los árbitros volverse hacia su derecha a quien realmente miraban estaba a su izquierda. Pronto fue superada por el encuadre con que eran servidos los parlamentos de los únicos contendientes reales, Casado y Sánchez.
Mientras el doctor fraude era enfocado para llenar la pantalla, el candidato popular aparecía sumergido en un fondo gris perla, frío color donde los haya, reclamando a su izquierda las respuestas que nunca obtuvo del sanchista y buscando por el otro lado el contacto con el espectador a través de una cámara que le fue hurtada.
El fraudulento doctor no separó la vista de unos papeles sobre los que punteaba como quien está jugando a los barcos: agua, tocado, agua, hundido… y así durante todo el viaje al país de irás y no volverás.
El truco de los papeles no le llevaría a ningún sitio de provecho en un cara a cara, único debate del que cabe sacar alguna conclusión, certera o equivocada, es lo de menos, pero en todo caso fundada en la confrontación de puntos de vista sobre lo que cada cual lleva en su mochila para resolver problemas y abrir un horizonte que alcanzar en cuatro años.
En ese desafío no tienen cabida terceros, de ideas y recursos más o menos interesantes y valiosos, pero sin capacidad objetiva para liderar la marcha del día después de las urnas. Las pequeñas batallas por arañar votos a diestra y siniestra son completamente ajenas a los intereses generales de los ciudadanos; sólo sirven para saciar el ego sus protagonistas y, en ocasiones, cerrar las puertas a la claridad. Es lo que está pasando.
Más que los cojones del caballo del Cid, la matraca progre o un pedazo de adoquín catalán, lo que está en juego en las urnas abiertas el domingo es la convivencia libre, pacífica y solidaria de todos nosotros.
¿Hasta dónde seguirán egos y rencores cuarteando lo que nos une? ¿Hasta cuándo seguirá la mentira siendo instrumento de gobierno?
¿Acabaremos viendo cosas tan simples como que las leyes se cumplen y los símbolos nacionales no se secuestran porque son de todos? ¿Llegaremos pronto a recrear una sociedad de personas que respetan derechos y sentimientos como si fueran propios?
No resultará fácil pero es posible. Claro que es posible.