José Pedro representa bastante ajustadamente la generación que hizo de la política un arte noble. Gentes impulsadas por la experiencia estudiada y la sabiduría y arrojo precisos para detener el péndulo cuya ley marcó durante siglo y medio la Historia de España.
Trataron de arrumbar la malhadada sucesión de golpes a diestro y siniestro que desde las Cortes de Cádiz cercenaban el desarrollo de una sociedad moderna capaz de convivir en libertad. Y lo consiguieron; cuánto ha durado la hazaña es harina de otro costal.
La democracia es una función de los intereses, sueños y ambiciones de ciudadanos conscientes de su responsabilidad para mantener vivos una serie de valores: la libertad, la justicia y la solidaridad precisa para hacer posible la igualdad y el respeto a las diferencias.
De ellos nació en 1978 la Constitución que Pérez Llorca pergeñó, con tantos otros, para hacer posible la concordia, la civilidad. Pero hoy, apenas cuarenta años después, aquello parece lejano; la comunidad se siente asediada por factores desestabilizadores que han puesto en cuestión las bases de la pax romana disfrutada durante años. Causas hay diversas, externas, internas y otras tan íntimas como el factor humano.
Baste comparar al personaje que aquí recordamos con lo que se lleva en la élite política actual. La altura de miras no cursa en el panorama actual, con muy contados casos de superación moral de intenciones y propósitos. El debate ha degenerado en camorra, no hay vías abiertas a la concertación, al consenso; sólo arreglos para detentar poder, de alcance temporal y personal tan cortos como dicte el interés personal y la mentira permita.
El culto al líder que vuELve, porque el macho alfa, él, vuelve a estar entre nosotros tras su cuaresma entre pañales, hoy resulta estrafalario, pero no inimaginable como debiera. Que un presidente del Gobierno dedique sus días en funciones a exprimir los recursos públicos para comprar votos, no entra en los estándares de una democracia. No es de recibo que un partido, en el que ni su líder sabe dónde acabará anidando, cifre su programa en picar aquí y allá candidatos, cuyos intereses más nobles quizás estriben en seguir viviendo del presupuesto nacional.
En fin, y así hasta cien.
Un ejemplo. Hoy mismo, Manuel Chaves, uno de los presidentes socialistas encausados por los escándalos durante sus diecinueve años de gobierno en Andalucía, se pregunta en un diario nacional “¿Recesión democrática?”. En un artículo formal, aparentemente serio, escribe que tras la aprobación de nuestra Constitución “han transcurrido más de 40 años y la globalización económica y el desarrollo tecnológico han provocado cambios que también afectan a las democracias del mundo. España, como los países de su entorno, no ha escapado a la ola expansiva del nacionalismo y populismo reaccionario”.
El factor humano está por encima del generacional. El ceutí Chaves es de la misma generación que el gaditano Pérez Llorca, pero para él lo del populismo reaccionario no va con los socios podemitas, cuando más reaccionario que retrotraerse al leninismo no cabe, no; sólo está en la derecha: “Partidos que se llaman reformistas derivan hacia posiciones radicales. Y un partido populista, con un discurso xenófobo y un concepto excluyente de la nación y de su unidad, cuestionando la igualdad de los ciudadanos, acaba de entrar en un Parlamento.”
Y por si no quedara claro añade: “los ciudadanos están preocupados por la polarización de la política y la fractura que está produciendo en la sociedad española. Para algunos políticos, la política es una batalla en la que el adversario es un enemigo, calificado de traidor, felón, cobarde y antiespañol, al que hay que destruir a toda costa”.
¿Y para otros, qué es la política para los otros, Chaves, incluido el líder de tu partido?
Un abismo separa hoy del ayer; aquellas personas que como José Pedro Pérez Llorca hicieron posible lo necesario, de quienes hoy lo están deshaciendo.