Hace treinta y ocho años Adolfo Suárez recorrió la corta distancia que media entre la Moncloa y la Zarzuela para reiterar al Rey Juan Carlos lo que ya le había comunicado la víspera, su dimisión. El amigo que le acompañaba, sentado a su izquierda en el Mercedes oficial, en vano trató de revertir aquella decisión; era irrevocable. Y pocas horas más tarde lo comunicó a la nación en mensaje televisado desde el despacho presidencial.
No era Suárez un político carente de ambiciones precisamente, como demostró antes y después de su paso por la Moncloa. El liderazgo formaba parte del núcleo de su ADN; la responsabilidad también, como demuestra aquella dimisión, un reflejo natural de vivir la política al servicio del país.
Resulta pertinente recordar la diferencia entre quienes viven la política al servicio del país y quienes ponen el país a su servicio. Al servicio del país o para servirse del país, un dilema de actualidad permanente.
Desde hace ocho meses y medio el Estado ha tenido un primer ministro a merced de intereses de grupos coaligados por la tremenda debilidad parlamentaria de su partido.
Mantenido por populismos de diverso pelaje, desde las mareas antisistema en descomposición hasta secesionistas y golpistas, la situación parlamentaria de Pedro Sánchez era aún más débil de la que en el invierno del 80/81 Suárez sufría por las discordias en el seno de su partido. El líder la UCD resignó su puesto explicando que “un político que pretenda servir al Estado debe saber en qué momento el precio que el pueblo ha de pagar por su permanencia y su continuidad es superior al precio que implica el cambio.”
Mucho se especuló sobre la causa de la dimisión del primer presidente de la democracia, que si la amenaza de un golpe de estado, la desafección real, las divisiones dentro de su partido… La realidad fue más simple, y también profunda: credibilidad. “Me voy porque ya las palabras parecen no ser suficientes y es preciso demostrar con hechos lo que somos y lo que queremos”.
Preguntarse hoy por la credibilidad de Sánchez es un exceso retórico. Los españoles viven con asombro los desatinos de un presidente incapaz de mantener la palabra dada, sin rumbo conocido ni ideas ciertas sobre nada, y que dedica sus magras fuerzas a causas perdidas, aciagas o irrelevantes.
Convocar las elecciones que anunció como objetivo urgente en su investidura ha sido su primer servicio al país después de haberse servido de él disfrutándolo todo desde el banco azul para satisfacer su ego ante el partido que dos años y medio antes le despojó de la secretaría general.
Pero no se retira; anuncia que se someterá a las elecciones que esquivó para llegar a la presidencia. Quiere demostrar que además de resistir también sabe ganar sobre los rescoldos del partido que comenzó consumiendo Zapatero y él ha terminado de calcinar.
La demagogia engrasada de buenismo con que emperifolla su candidatura es la gran trampa para subvertir la trascendencia de una convocatoria que debería propiciar un esfuerzo colectivo, cada cual con su bandera, para restaurar las bases de una convivencia en libertad, y demostrar que hay otra forma de gobernar: al servicio del país.
Es la única política que merece la pena, la que hace historia. Lo otro, la de quienes ponen el país a su servicio descuaderna una sociedad, desmantela las instituciones y acaba destruyendo el sistema.