Como testigos de Jehová salidos de la piscina de su bautismo, los populares se levantaron de su Convención con fe renovada en un líder que dijo lo que durante años venían echando en falta. Un personaje que habla de política de forma inusual en el tiempo que vivimos; que habla de principios, de los que siempre tuvieron como propios, pero también de otros que pocas veces proclamaron.
Un joven que habla a la derecha de perder sus complejos, su temor a manifestarse como es, lo que quiere, y de algo tan poco conservador como la libertad; que confiesa que quiere ser presidente para rehacer la concordia deshilachada en los últimos años, tanto por la pasividad de los suyos ante los asaltos al sistema de sediciosos y leninistas, como por la desvergonzada osadía de los gobernantes actuales.
Sabedor de que los pactos los carga el diablo, un político que persigue la victoria no se conforma con los empates. Y por ello lanzó dos OPAS en el mitin con que cerró la Convención; una a quienes importaron una extrema derecha hartos de tanto papel de fumar con el que su partido trató de desembarazarse de los problemas. La otra, a cuantos apreciaron un cierto aire fresco tras la irrupción de los que se colaron entre los dos grandes con descarada ambigüedad.
Reunir bajo un mismo techo al centro derecha no es tarea sencilla; más allá de discrepancias ideológicas o de simple criterio, están las diferencias personales basadas en el profundo aprecio que cada político siente por su propio ego. Además, la presencia en un horizonte demasiado cercano de diversos procesos electorales no facilita precisamente ese proceso de convergencia.
Si en la primera hora de nuestra democracia se hubiera impuesto el sistema electoral mayoritario frente al proporcional probablemente hoy no se daría el multipartidismo presente pese a la Ley D’Hondt, adoptada precisamente para premiar la concentración de los afines en grandes partidos y facilitar así la gobernabilidad en las instituciones.
El regreso a la casa común del centro derecha de los seguidores de Abascal colmaría en buena medida la ambición del líder de los populares. Quizá aún haya tiempo para una fusión por absorción; el espacio ya lo abrió en buena parte del decálogo ideológico con que cerró el mitin.
Rivera es punto y aparte. Su visión de la política es meramente táctica, afanada en perfilarse de la manera idónea para defender un espacio elástico, en cual nunca una definición pueda arruinar su capacidad pendular. Su misión, la de ser bisagra al estilo del papel jugado en el Reino Unido o Alemania por los partidos liberales, otrora influyentes para la formación de gobiernos de uno y otro signo.
De ahí Casado sólo puede aspirar a recuperar votos de entre los desencantados por los giros de una veleta enfilada a los vientos del momento, la deslealtad mostrada en diversos compromisos o por la inoperancia en Cataluña tras su éxito electoral.
Reconstruir lo malversado, desgastado, o simplemente desatendido en el espacio liberal conservador de la sociedad española es todo un envite al juego; un desafío que requiere visión estratégica y la fuerza y decisión de los estadistas, esa rara variedad de políticos que piensan en las próximas generaciones antes que en las elecciones próximas.