No es siempre cierto eso de que cada país tiene el gobierno que se merece. España no ha acumulado tantos deméritos como para tener al frente de su Gobierno a Pedro Sánchez Pérez-Castejón. En los últimos cien años no ha pasado por la cabecera del banco azul un personaje tan vano como el doctor de marras.
Cada aserto suyo lleva el germen de una mentira. Desde su investidura como presidente para convocar «elecciones inmediatas«, las mentiras marcan su viaje a no se sabe dónde como las piedras que Pulgarcito iba soltando por el camino para volver a casa. Tan conocidas y recientes son que no ameritan aquí su recordatorio.
Pero lo vivido en los últimos cuatro días termina de definir la personalidad de un arribista insoportable.
Comenzando por la firma del acuerdo con Iglesias Turrión para presentar un proyecto de presupuestos con mayor apoyo que el de su exigua representación parlamentaria. Era una partida entre pillos jugando a ver quién engaña a quién. Sánchez jugando una baza electoralista para morder en el electorado podemita –para izquierdista, yo- y el de Podemos abriendo la puerta a un gobierno de coalición; tal para cual aspirando a lo más alto.
El papel firmado por ambos sin luces ni taquígrafos, como uno y otro reclamaron tantas veces, no tiene más virtualidad que el despegue de una campaña electoral en la que una suerte de frente popular abriría el camino a la siguiente gran crisis nacional. La sombra de los peores augurios tal vez pusiera un punto de sensatez en el centro derecha y, ojalá, despertar la conciencia abatida de la socialdemocracia.
Pero el hecho de que el membrete del documento figuraran como artífices del acuerdo el Gobierno de España y Podemos es un sin dios propio del chisgarabís que duerme y se despierta repitiendo cual pía jaculatoria “yo soy el presidente del Gobierno”. Poner el poder ejecutivo al nivel de un partido más, el cuarto de los presentes en el legislativo, revela una dejación intolerable de responsabilidad.
El siguiente hito es el triste episodio que ayer protagonizó en la recepción ofrecida por el Rey con ocasión de la Fiesta Nacional. Al colocarse donde no le corresponde, el jefe del Gobierno nos hizo sentir vergüenza ajena a un sinfín de españoles. Pero sobre el malestar que tal sensación supone a quienes no estábamos concernidos, el hecho revela la irrefrenable frivolidad del personaje, patente por demás en su tesis doctoral.
El plagiario doctor era la cuarta vez que vivía, antes tres como invitado de a pie, una recepción similar, lo que induce a pensar que conocía sobradamente el protocolo del acto; suponer lo contrario hablaría del triste concepto que del personaje pueda tenerse.
¿Descuido, frivolidad, o guiño republicano a podemitas y socios sediciosos? No cabe descartar esto último después de haberle visto mirado para otro lado ante la declaración aprobada en el Parlamente contra la Corona dos días antes; o tras leer el acuerdo para rebajar las penas por atentar contra la forma del Estado, la Monarquía y sus instituciones, signado la víspera con los criptocomunistas de Podemos.
España no se merece un sujeto así al mando de la nave; tan irresponsable ciertaente como quienes, activa o pasivamente, lo soportan.