Lo cierto es que ha venido poniéndole mucho empeño en mostrarse como es pero hasta ahora el diputado Rufián no había sido definido: imbécil, le espetó la diputada popular Escudero cuando sufrió su desprecio sexista en el curso de un rifirrafe más de los que el diputado de la Esquerra gusta de forzar.
Un personaje de tal jaez tiene su sitio en el parlamento, claro que sí; el país alberga los rufianes suficientes como para tener derecho a estar representados en el templo de la soberanía nacional. Pero ese no es sitio para el sexismo machista de progres a la violeta, ni para la chulería navajera.
Desde que llegó dedica su tiempo a socavar los pilares del ágora política para trocarla en tugurio barriobajero, empresa para la que cuenta con eficaces colaboradores. Y no es este un tema menor. Su ejemplo lo están sufriendo los jóvenes y niños del país, hostigados ya en demasía por la basura que los informativos televisados difunden.
El gran problema de nuestra sociedad se llama educación. Y en él están las raíces de otros varios que algunos tratan de erradicar a golpes de ley. Pocas cosas más ridículas que el empeño de los gobernantes en imponer obligaciones a troche y moche, desde en los órganos de gobierno de las empresas hasta en las relaciones de pareja.
La educación no es cosa del ministro del ramo, aunque tiempo para pensar tiene una eternidad después de haberse transferido todas sus funciones. No, la educación como problema social es cuestión de todos los españoles conscientes de la responsabilidad de proteger la libertad que les da su ciudadanía.
Educación es hacer respetar y amparar los derechos de cada cual, principio éste en trance de suplantación por esa especie de comprensión buenista que, a base de pasar todo por alto, terminará por hacernos tragar carros y carretas; tal cual lo de Rufián guiñando el ojo a una diputada como si estuviera en la barra de un club de carretera. Amparar los derechos de cada cual, por cierto, es lo que no hizo con la diputada Escudero quien presidía la comisión en que se produjo el incidente.
Pero hay diversos casos más. El Parlament ayer volvió a ser escenario de la estulticia de aquel Puigdemont que con su pequeña corte se resisten a delegar sus escaños en quienes consolidarían la mayoría sediciosa de que disfrutaban pese a su condición de perdedores.
Ayer ante la recriminación que un periodista le hizo en una televisión belga – “Si quiere ganar algo de dignidad, creo que debería volver y encerrarse en la cárcel. No puedo entender por qué está aquí en el estudio y no con sus amigos en Cataluña”-, el forajido respondió: “No creo en los mártires”.
Y qué decir del doctor Sánchez -la UCJC sigue silente sobre el plagio cum laude – que no quiere explicar su caso en el Senado para no desprestigiar la Cámara, vino a decir. Su problema no es el plagio en sí, que también, ni siquiera lo que revela de su frívola personalidad; lo políticamente grave es que mintió en sede parlamentaria.
Una mentira sin paliativos, sobre un asunto personal; sin la excusa de que las circunstancias cambiaron, o de que no pueda echar a la ministra Delgado porque a saber lo que Villarejo le habrá contado, o de que lo de las sociedades patrimoniales no va con los astronautas, etc.
En fin, ¿alguien da más?
Más claro que el H20.