Los dos primeros anuncios sobre la formación del gobierno Sánchez caen bien. Me comenta una sagaz analista desde Chile, por ejemplo, que Borrell en Exteriores habrá sentado como un sinapismo a la mafia sediciosa catalana.
El catalán, socialdemócrata, exministro español y expresidente del Parlamento Europeo, dijo hace unos meses en la Bruselas que acogía al forajido Puigdemont que lo de las autoridades catalanas fue «un golpe de Estado sin tanques que derriba un orden legítimo para imponer otro sin las mínimas garantías«.
Un hombre prohibido en TV3 al frente de la diplomacia española parece una garantía de que una cosa son los puentes, los diálogos y demás abalorios que Sánchez puso sobre la mesa para cargarse a Rajoy, y otra más seria las líneas rojas que definen el sistema. O dicho por pasiva, que con las cosas de comer no se juega.
El ministro in pectore habló también en aquella ocasión de la pésima estrategia de comunicación mantenida por los gobiernos de Zapatero y Rajoy, incapaces de adelantarse a la falacia del relato independentista. “El procés, decía, ha conseguido asimilar España con el franquismo y que la democracia española parezca menos sólida que otras, cuando el golpe de Estado lo da un Gobierno que introduce la ley del referéndum saltándose a la torera todas las normas, sin garantías«.
Borrell fue uno de los pocos defensores que Sánchez tuvo, frente a González, Díaz y otros dirigentes, críticos de su empecinamiento por hacerse con la presidencia del Gobierno con el concurso, precisamente, de sus actuales socios. Tenemos que hablar con Podemos, dijo, porque entre otras cosas «muchos de nuestros hijos están con ellos«.
Llegada la hora, Borrell recibe el premio debido, vuelve al Consejo de Ministros y, como dice mi interlocutora, tarea tiene por delante para comenzar a construir el relato nunca acometido sobre la realidad de España, los españoles y sus instituciones frente al fascismo nacionalista.