Realmente lo que Romanones, presidente del Consejo de Ministros a la sazón, exclamó tras conocer el resultado de su candidatura a un sillón en la RAE fue más sonoro: “¡Qué tropa, joder qué tropa!”. Su secretario acababa de comunicarle en el mismo banco azul que no había obtenido un solo voto pese a que todos los académicos le hubieran confirmado su apoyo.
La expresión viene pintiparada a la vista de la mayoría de los protagonistas del teatro del absurdo en que se ha convertido la política de nuestros días. Que la atención pública esté prendida de personajes como Rufián, Puigdemont et alia es como para pensar en el exilio; exilio interior, ciertamente, porque por fuera tampoco andan las cosas mucho mejor, aunque desde lejos siempre parece que el bosque se ve mejor.
Más allá de los sediciosos, entre el resto de los actores tampoco hay demasiados que brillen con luz propia. Unos, los emergentes, ahora están encelados con una reforma electoral como si de ella fueran a salir la concordia nacional, la solidaridad, la libertad y el respeto a la ley como puntos cardinales de un mundo nuevo. Otros, los establecidos, en babia, pero sin saber por dónde realmente cae Babia. Ensimismados, ven pasar lo que pasa como si la actualidad fuera una tragedia griega domeñada por el fatum.
Y bajo tamaña constelación de astros, la gente vive más impasible que desazonada el cúmulo de despropósitos que van acumulándose en derredor hasta ocultar los perfiles del horizonte.
La cuestión es si tiene esto salida. Seguro que la hay, no habría más que buscar la vía, pero en ese proceso poco cabe esperar de quienes hoy encabezan la marcha. Están demasiado mimetizados con sus propios personajes y así no resulta fácil sentirse libres para dar el salto. Oportunidades y tiempo han tenido, pero tiempo y oportunidades perdieron entregados a sus pequeños demonios familiares, peleando con propios, los de enfrente y los de al lado.
Suele ocurrir cuando la política se ciñe a la conquista del poder; unos para demoler el propio sistema desde el que operan, otros porque se sienten irremediablemente llamados a ocuparlo; los que lo han disfrutado porque echan en falta aquellos tiempos de vino y rosas, y los que hoy lo ostentan porque, sencillamente, se consideran acreedores.
Y así, a merced de esta tropa, se antoja titánica la empresa de alumbrar un proyecto común de convivencia, reparador del desgaste originado por el curso de los años, la mala cabeza de unos, la deslealtad y la mala leche de otros.
En contra de este proceso juega la muerte de las utopías. Las grandes palabras y metas ambiciosas que en otro tiempo conjugaron incluso diferencias radicales hoy están razonablemente satisfechas. Casi todo es cuestión de matices pero, ay, los matices no tienen la fuerza del encanto arrebatador de los principios.
En fin, salvo milagro no parece que la nómina de políticos en presencia vaya a encontrar la vía de salida hacia una nueva normalidad.
La política ha degenerado en un reducto profesionalizado y progresivamente ajeno a la realidad social. Lo que viene a poner la antorcha en manos de la propia sociedad que de sobras sabrá cómo componérselas. Lleva en sus genes el instinto de conservación; gracias a él sobrevivió a peores circunstancias.