Cuando Iglesias Turrión dice: “me avergüenza que en mi país se encarcele a los opositores”, cabe preguntarse si acaso estará hablando desde una celda; o si está partiendo para el exilio siguiendo a ese pobre payaso que ríe fuera mientras dentro sus compañeros entran en prisión preventiva. Que el podemita haya pasado algunos años como docente en la Complutense es como para preocuparse por el nivel académico de la Facultad de Políticas, sí; pero sobre todo por la salud mental de los alumnos que pasaron por su mano.
Opositores en la cárcel, presos políticos… Cuando un diputado sigue en el ejercicio de sus derechos para socavar los cimientos del sistema, y también de sus haberes, hay que temer si la cosa no se le estará yendo de las manos a la democracia española.
Desde ese mundo del populismo radical se denuncia la venganza del Gobierno de Rajoy, negando así la separación de poderes, que se vuelve a negar cuando pide al ejecutivo que libere a los detenidos y, lo más grotesco, la exigencia de indultos y hasta una amnistía. ¿Pero en qué quedamos, hay delitos o no?
Y no son menos asombrosas las condenas por la gravedad de las detenciones, insólitas en nuestro mundo desde hace muchos años, dicen. ¿Acaso hay algo más insólito en la Europa del siglo XXI que la proclamación de una república independiente en el seno de un Estado democrático?
Demasiadas cosas fallan en nuestra sociedad cuando asistimos a tanto desatino. Hace veintitantos siglos sólo los ciudadanos libres -varones y con recursos- tomaban las decisiones en la polis. Hace cosa de un siglo algunas sociedades occidentales, las del llamado mundo libre, abrieron paulatinamente la participación política a los hasta entonces excluidos.
Y así, nuevas circunstancias, mayores niveles culturales y de bienestar, propiciaron la universalización de la ciudadanía que hizo posible la consolidación de sociedades garantistas de derechos y libertades, como la nuestra, en que merece la pena vivir.
Y defender.