Dice Iceta -qué gran intervención la suya en el Parlament contra el golpe que los independentistas propinaron al Estado de Derecho el pasado 6 de septiembre- que la solución del secesionismo pasa por reconocer constitucionalmente que España es una nación de naciones. Y así Cataluña, como nación que es, tendrá competencias exclusivas en materia de lengua, educación y cultura.
En un artículo remitido al New York Times, el socialista catalán entra en la escena internacional con tan oportuna aportación, que además completa con un juicio sumario al gobierno de España: incapaz de entablar una negociación con los sediciosos, escribe, “derivó la cuestión al poder judicial, propiciando la vergüenza de las imágenes de cargas policiales desmesuradas el 1 de octubre”.
He ahí el valor de un aliado en momentos como los que vivimos. Con muchos como éste, Rajoy ya puede dormir tranquilo.
Iceta no puede desconocer la incidencia que ha tenido en el cultivo del separatismo la Educación cedida a la Generalitat por sucesivos gobiernos nacionales. La buena fe que en los albores de la Transición se suponía a quienes habían pactado la Constitución de la Concordia, así la apellidaron, fue burlada demasiado pronto. Las cuatro esquinas de la manta nacional, nuestra piel de toro, apenas pudieron resistir los efectos de la codicia, presupuestaria o identitaria, que se apoderó de algunas regiones convertidas en Comunidades Autónomas.
Iceta no debería desconocer que desde la educación primaria los niños catalanes acaban pensando que Cataluña es la nación fundada por la corona catalano-aragonesa; que los mapas la equiparan directamente a Francia o Alemania; España no existe más que como un Estado; etc. Por no mentar disparates mayúsculos como que el Ebro es un río catalán, como catalanes eran, Ignacio de Loyola, Teresa de Ávila o Cervantes, que por eso escribió el Quixote en catalán.
Iceta debería saber, por no haber sufrido estos textos escolares, que “Cataluña no es una nación, ni lo es Galicia, ni lo es Castilla. Todo ese conjunto forma una nación, que es España”, en palabras de Sánchez Albornoz.
Iceta debería haber leído algo de Azaña: “Yo nunca he sido patriotero. Pero ante estas cosas me indigno. Y si esas gentes van a descuartizar a España, prefiero a Franco.”, dejó dicho ante los desmanes de Esquerra Republicana y compañeros de viaje. O aquello otro teñido de humor negro: «Una persona de mi conocimiento asegura que es una ley de la historia de España la necesidad de bombardear Barcelona cada cincuenta años. El sistema de Felipe V era injusto y duro, pero sólido y cómodo. Ha valido para dos siglos.»
Iceta, por socialista, habría podido aprender algo de Juan Negrín, último presidente del gobierno de la II República que así se rebelaba contra la traición nacionalista: “No estoy haciendo la guerra contra Franco para que nos retoñe en Barcelona un separatismo estúpido y pueblerino. De ninguna manera. Estoy haciendo la guerra por España y para España. Por su grandeza y para su grandeza. Se equivocan gravemente los que otra cosa supongan. No hay más que una nación: ¡España!”
¡Nación de naciones, ja!