Publico hoy en La Tercera
de ABC el artículo siguiente
sobre la oposición socialista
en el momento actual.
Claro que la oposición no debe lealtad al gobierno de turno, sólo a los intereses generales del país y su sistema constitucional. Oponerse al poder ejecutivo significa vigilar el uso de su ejercicio, juzgar sus iniciativas y abrir otras alternativas. Es una de las claves del sistema parlamentario, piedra angular de la democracia representativa.
Pero no es lo que aquí se usa. Hoy la presunta alternativa de gobierno dedica sus mejores esfuerzos a obstaculizar la salida de los problemas que realmente preocupan al común. Condena más que critica, que sería lo propio; trata de arrasar cualquier iniciativa gubernamental, desde las meramente instrumentales hasta las fundamentales para la salvaguardia del sistema.
El actual jefe de la oposición está sumido en la batalla por recomponer la arboladura y velamen de la nave socialista, destrozada por una gestión errática que acabó desconcertando más a propios que a extraños. El crecimiento de sus expectativas electorales mostrado en el último sondeo del CIS más que a méritos propios es debido al hartazgo de muchos por el rosario de casos de corrupción entre los populares y, tal vez, por la política aparentemente pasiva aplicada por Rajoy a la sedición nacionalista.
Por su flanco izquierdo las cosas siguen como siempre, a pesar de su empeño por disputar el gauchismo a los neocomunistas de quienes, por otra parte, depende para llegar a La Moncloa. El esfuerzo pendiente por recuperar terreno por babor y estribor, que podría conducir a la esquizofrenia antes que al poder, no le exime de cumplir el papel exigible al líder de la oposición. En las circunstancias presentes hay asuntos de demasiada envergadura como para tener como fin único desalojar del Gobierno a sus actuales ocupantes y sin exponer más horizontes que la vuelta atrás y el desmantelamiento de las escasas reformas que, como la laboral, han liberado en la sociedad española de rigideces y proteccionismos anclados en la dictadura.
Los intereses generales reclaman otro comportamiento de quien aspira a ser reconocido como alternativa de Gobierno. Ya no sirve la permanente obstrucción del no es no, y fuegos de artificio como el dislate del Estado plurinacional, la nación de naciones y demás tentativas de mediar entre el abismo y la realidad, no son propios de un gobernante.
La cuestión catalana no es baladí. Durante cerca ya de medio siglo y por primera vez en nuestra Historia, los españoles estamos viviendo un sistema de libertades puesto en riesgo por el nacionalismo catalán y su corte antisistema. La naturaleza del conflicto tiene múltiples caras y aristas, no se redime con ocurrencias. Y menos aún desde la frivolidad de ignorar la Ley.
Frente a la sedición de los gobernantes de la Generalitat no cabe otra respuesta que la unión de los demócratas en defensa del sistema de libertades. Eso es lo propio, lo que en el Reino Unido lleva siglos practicando la allí llamada “Muy leal oposición de su Majestad”. Tan “de su Majestad” como el Gobierno lo es, y sobre el juego de ambas instituciones pivota todo el sistema.
Lo impropio es conducirse como lo hacen otras formaciones minoritarias, que por eso lo son en sociedades maduras como la nuestra, la francesa o la británica; movimientos con diversos ropajes, comunistas o fascistas, que combaten el sistema ahora desde dentro visto el escaso valor que acaba teniendo el ruido de la calle. La calle vale lo que vale hasta que el poder político le hace frente, principio que parece desconocer el socialista a juzgar por sus reclamos de un diálogo imposible.
Recuerdo ahora, precisamente con Cataluña al fondo, aquel envite que lanzó Tarradellas a Suárez en el verano del 77: “Usted se da cuenta de que puedo sacarle un millón de personas en Barcelona”. La respuesta del presidente fue inmediata: “Como si me saca dos”. Y efectiva: el último titular de la Generalitat en el exilio comprendió la situación y tres meses después Tarradellas era nombrado presidente de la Diputación de Barcelona y con ello, de la Generalitat provisional.
Parece, se filtra desde el ejecutivo, que pese a las apariencias los socialistas estarían formando parte de las fuerzas que defienden el valor de la Ley como principio básico de toda democracia, al menos hasta el desenlace del chantaje de los sediciosos cifrado en el 1 de octubre. Bien está si así es, pero cualquier proyecto encaminado al restablecimiento de la normalidad requiere un consenso básico más duradero entre esa extensa mayoría social que suman los partidos constitucionalistas.
La marcha hacia la secesión es asunto de hondo calado, pero más profundo era el abismo que superaron hace cuarenta años los españoles, y mayores quizá las diferencias entre quienes llegaron a las Cortes desde una y otra orilla política, histórica, cultural y social. Hoy España está vertebrada por instituciones y leyes nacidas del entendimiento y compromiso de los gobiernos y oposiciones que dirigieron la Transición. Los representantes de la soberanía popular respondieron a los grandes interrogantes que la libertad abrió en canal: ¿era España una historia conflictiva en permanente revisión o un proyecto de convivencia; la suma de pueblos y lenguas diversas con derechos preexistentes o una nación vertebrada durante siglos; debía el Estado ser una federación de nacionalidades, seguir centralizado, o abrirse al autogobierno de las regiones?
Su respuesta está en la Constitución. En ella radica la lealtad exigible al jefe de la oposición; lealtad a los principios sobre los que se asienta el sistema. Lo contrario, situarse de perfil ante los problemas que a todos afectan, poner en duda la legitimidad del Gobierno, o caer en la tentación de aprovechar el chantaje secesionista para arrancar votos a las fuerzas constitucionalistas, no es de recibo.
Bastante tenemos ya los españoles con soportar los asaltos a la convivencia de sediciosos nacionalistas o bárbaros antisistema como para pechar, además con una oposición desleal.