Viendo lo que se ve, parece como si la situación de emergencia que vivimos fuera una ensoñación, que la realidad no viste de negro, que pronto escampará, que no hay mal que cien años dure… y demás consuelos de afligidos.
Si el presidente del Centro de Investigaciones Sociológicas, el doctor Requena, estrenara su cargo auscultando dónde el común piensa en qué estamos me temo que los resultados se quedarían muy cortos; cortos de pesimismo, vamos. Salvo ese millón largo de familias sin ingresos, los cuatro millones y medio de parados, y los cien mil empresarios que han tenido que echar la persiana, me temo que pocos atinarían con el color real del panorama.
Los tabúes persisten, intangibles; los componentes del llamado estado de bienestar se defienden con numantino empeño –por cierto ¿cómo terminó aquello de Numancia?-. Sin embargo sí se ponen en cuestión elementos básicos de la convivencia, como la solidaridad entre españoles.
La penuria a veces perturba la razón, y a un gobierno como el de la autonomía catalana se le ocurre pedir compensaciones por los enfermos de otras comunidades allí tratados, antes que ajustar los costes de su personal sanitario –el mejor pagado del país- o de ahorrar en tantos medios de comunicación públicos; la cosa de la identidad cultural. Ya advirtió el viejo conde de Romanones en el Congreso de los Diputados hace cerca de cien años: “Vosotros pretendéis el empleo del catalán porque pueblo que su lengua cobra, su independencia recobra”.
Sin embargo, la presidenta de la comunidad madrileña, con la pertinente impertinencia que acostumbra, ha levantado una pieza interesante: el copago sanitario en función del nivel de renta del usuario. Parece importarle un bledo que en vísperas de las elecciones andaluzas su partido esté en aquel consejo ignaciano, “en tiempo de desolación nunca hacer mudanza”.
Lo cierto es que, con Andalucía o sin ella, de donde no hay nada cabe sacar, y la cuestión del copago, pendiente desde que hace más de veinte años lo pusiera sobre la mesa el Informe Abril, ya existe aquí en los medicamentos, donde los activos pagan un 40% del coste de la receta, salvo enfermos crónicos que pagan el 10 %, y sólo hasta 2,64 euros. Pero donde Aguirre ha puesto el dedo es en el caso de los pensionistas, exentos sea cual fuere su nivel de renta.
No es sencillo el desafío. Tropieza con serios obstáculos, desde la implementación de medios para llevarlo a cabo hasta el debate sobre el alcance y límites de la solidaridad. Las rentas altas, si ya pagan su “pecado” en los impuestos personales progresivos –IRPF y el IBI o patrimonio-, ¿por qué no van a tener los mismos derechos frente a las prestaciones que sus impuestos mantienen?
Es sólo un ejemplo de lo que puede llegar a discutirse en estados de necesidad. Hay otros más sencillos, también aludidos por la presidenta, como la subvención a los cursos máster y demás. Y ahí quedan pendientes el cierre de las públicas televisiones regionales, empresas tapadera o aeropuertos sin tráfico. En la guerra, como en la guerra.