Hay que ser cursis para diseñar la puesta en escena de la comedia que Iglesias y Sánchez protagonizaron el miércoles en el Congreso. Más cursis que un repollo con lazos. El paseo de la pareja en amigable conversación por la acera de la Carrera de San Jerónimo habría parecido propio entre dos personas normales si la imagen no hubiera sido destrozada por la inextricable barrera de cámaras y fotógrafos allí congregados para captar la acción.
Y qué decir de la escena de los sofás, dos mejor que uno, ante sendas tazas de café y platillos con pastas, dulce momento en que socialistas y leninistas de camisa azul se disponían a pasar más de dos horas hablando de cine y otras banalidades, pero ni un minuto en qué hacer por España…
Dejémonos de bromas, los ciudadanos merecen el respeto que les niega una clase política desprovista de la necesaria clase para hacerse respetar. ¿Qué piensan hacer estos candidatos sin candil, hasta cuándo seguirán abusando de los contribuyentes que atienden puntualmente a sus gastos, hasta dónde llegará el vodevil de entradas y salidas sin gracia ni sentido, hasta cuándo el juego de las sillas; sabrán cómo terminar la función que al cabo de tres meses seguimos soportando desde la primera fila?
El arrojo de Sánchez al afrontar el desafío de formar un nuevo gobierno con los retales salidos de la urna nacional, frente al pusilánime quietismo de Rajoy, se ha revelado como un puro embeleco para, pese a su histórica derrota, mantenerse al frente del partido y hacerse un nombre ante las elecciones siguientes. Entre tanto la nación marcha aburrida sin tener claro adónde, ni quién se hará cargo de aliviar sus complicaciones.
Este es el resultado del asalto que la democracia representativa, o sea la democracia, viene sufriendo a manos de twits, redes sociales y demás instrumentos de la llamada democracia directa, o sea de la selva, para beneficio de mareas, compromisos y demás totalitarismos que siempre terminan suplantando la libre expresión de la sociedad por la apelación al pueblo, la clase o la tribu en el caso de los nacionalismos. O sea, el retorno a las dictaduras.
Quizá la cursilería esté programada para evitar el miedo del espectador. Aunque tantos posados y paseos, para acabar hablando de alcanzar el paraíso, o sentenciar que en el engaño nada florece en la verdad todo es posible, la democracia es algo hermoso, el alma de España es federal pero su traje es autonómico y demás lindezas, inducen a suponer lo más sencillo: que ellos son así.
¿Pero por qué no pensar que tras el paseíllo y las pastas pactaron la abstención suficiente como para entronizar un gobierno parlamentario, nueva denominación del gobierno de progreso, transversal y del cambio en vista de que no cabe pactar un programa común? El más listo ya marcó el camino: el programa de gobierno será el fruto de nuestros debates en el propio Congreso de los Diputados. Así se ahorran la lata de asumir compromisos ante un nuevo paso por las urnas.
Además, qué necesidad tenemos los ciudadanos y contribuyentes de saber a qué atenernos; lo que sea ya saldrá. Déjeme usted de seguridad jurídica y demás zarandajas de la vieja política, acabará diciendo el vice poderoso del día de mañana.
Y así fue cómo el asamblearismo acabó tomando el parlamento. Punto final.