Apenas unas semanas han transcurrido y lo de Cataluña parece cosa vieja, una página más en el grueso libro de nuestra Historia. Justamente un mes, sólo un mes, y la opinión publicada ya está en las ocurrencias preelectorales, las tensiones partidarias y otros abalorios con que los medios obsequian a diario para entretener al personal hasta el día de las urnas.
Pasará lo que vaya a pasar, y dos meses después los ganadores reclamarán los acostumbrados cien días de gracia cuando quienes perdieron denuncien las primeras promesas incumplidas.
Y así pasan los días, yendo de una a otra casilla sin mayor trascendencia y siempre a merced de quien maneja los dados, como si el país fuera el tablero de un gigantesco juego de la oca.
Lo realmente importante apenas ocupa tiempo de atención a quienes deberían servir de referentes a una sociedad necesitada de afianzar valores, de confiar en su papel en un mundo sometido a procesos de cambio, como siempre a lo largo de los tiempos, pero ahora más profundos y acelerados.
La cátedra y la academia, los creadores, institutos de opinión, ¿en qué andan, siguen ahí? La lucidez es un deber de los intelectuales, y la falta de claridad, un pecado, dejó dicho Popper.
El vacío de ideas, propuestas, retos, soluciones no se cubre con cuadros de partidos, cuando ellos mismos son parte del problema, como también lo son los propios medios de comunicación.
El futuro está abierto a incertidumbre; no es nada nuevo, también lo estuvo en la primavera de 1977, primeras elecciones democráticas, o en el invierno de 1982, cuando por vez primera en nuestra Historia asumió el Gobierno un presidente socialista con mayoría absoluta. Pero sobre el temor o los recelos de muchos una determinación colectiva se impuso para alcanzar nuevos y mejores horizontes: la convivencia en libertad, la seguridad al amparo de la Ley, una sociedad más justa y solidaria. Un país unido en torno a unos valores y principios compartidos.
¿Qué hay hoy de todo ello? Apliquémonos el cuento todos, y los que aspiran a marcar el rumbo levanten los ojos del suelo, que ya bastante lo han ensuciado, y apunten alto para sembrar alguna esperanza en que esto, lo nuestro, tiene remedio.