Luis de Lezama

 

“Yo no me quiero morir,

me quiero ir al cielo”

Lo escribió Luis de Lezama hace un tiempo. Hoy, once de enero de 2025, con ochenta y seis años a las espaldas y las manos llenas de obras fecundas, se ha cumplido su deseo.

Conocí a don Luis hace muchos años; un ser excepcional de los que te honra sentir su amistad. Un español universal, nacido vasco de Amurrio, que cambió su carrera universitaria en el ICAI por el seminario de Madrid. Llevaba sesenta y dos años trabajando como cura y hacedor de empresas para satisfacer necesidades de un extenso y variopinto abanico de personalidades, desde muletillas al asalto de tentaderos hasta los más altos niveles de la sociedad.

Muchos han conocido al cura Lezama, aunque quizá no todo sobre su poliédrica personalidad, de la que sobresalía una inagotable capacidad para ayudar a vivir, formar, educar, dar de comer, y mostrar el sentido de su vocación religiosa. Un periodista de la primea hora de la COPE, la cadena de la Conferencia Episcopal, que desde su cómodo despacho en el arzobispado de Madrid pide a su jefe, el cardenal Tarancón, irse a trabajar a un pueblo del extrarradio. Chichón primero, después Entrevías, el Pozo del Tío Raimundo, Vallecas.

Señor cardenal, voy a poner una taberna”, le dijo para explicar cómo pensaba ocuparse de sacar adelante a la pequeña tropa que cuidaba. Y así nació “La taberna del alabardero”, atendida por los maletillas que había ido recogiendo de la calle, patrocinaba por las plazas de tercera y enseñaba a leer y servir una mesa.

Esa fue la simiente del Grupo Lezama que hoy da trabajo a más de quinientos empleados en sus restaurantes de Madrid, Sevilla, Málaga y Washington, y de los que han salido tres escuelas de hostelería y la que venía despertando, la Universidad de Ciencias de la Gastronomía y el Turismo, con la Complutense.

Era hombre de fe. Me comentó que tras la reunión en la que el cardenal Rouco les había hablado sobre la elección de Bergoglio como nuevo papa, el colega con el que salía de La Almudena se mostró tan crítico que Lezama cortó preguntándole: “Pero, vamos a ver, ¿creemos en el Espíritu Santo o no?”

Un día cualquiera, no hace demasiado tiempo, íbamos hablando por el exterior del Colegio y parroquia de La Virgen Blanca, que levantó en el barrio madrileño de Montecarmelo, cuando me pasó algo que sacó de un bolsillo. Era, es, un simple crucifijo de madera.

Experimenté en carne propia la franqueza con que el cura hacía apostolado con un amigo. Y me sorprendió, tanto como la novela que publicó hace diez años, “El capitán del Arriluze”.

Perdón por el spoiler, pero merece la pena seguir la aventura del capitán de un barco de cabotaje que sale de un puerto catalán hacia Asturias precisamente en el verano de 1936. Al cabo de rodear la península encalla y se hunde en el cabo Peñas. Los supervivientes son recogidos por un pelotón republicano que a los dos meses de iniciada la guerra civil fusila a Poli, el capitán cuyo apellido, Barañano, no aparece a lo largo de la novela hasta la última línea: “Poli era mi abuelo. Yo soy el nieto el no llegó a conocerlo”.

Muchos le velaremos el lunes en la casa de Dios que levantó en Montecarmelo. Hombres y mujeres del barrio, niños preparando su confirmación, amigos, compañeros, periodistas, políticos, artistas, gentes en fin que por una u otra razón llegaron a gozar de su mirada, de su consejo, de su vida.

“Yo no me quiero morir,

me quiero ir al cielo”

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Posted domingo, enero 12th, 2025 (2 hours ago) under Sociedad.

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