Había una vez una rana sentada en la orilla de un río, cuando se le acercó un escorpión que le dijo:
—Amiga rana, ¿puedes ayudarme a cruzar el río? Podrías llevarme a tu espalda…
—¿Que te lleve a mi espalda? —contestó la rana—. ¡Ni pensarlo! ¡Te conozco! Si te llevo a mi espalda, sacarás tu aguijón me picarás y moriría. Lo siento, pero no puede ser.
—No seas tonta. ¿No ves que si te pincho te hundirás y yo, como no sé nadar, me ahogaré también?
La rana, después de pensárselo mucho concluyó:
—Si este escorpión me pica en medio del río, nos ahogaremos los dos. No creo que sea tan tonto como para hacerlo.
Y dirigiéndose al escorpión le dijo:
—Bueno, lo he estado pensando y te voy a ayudar a cruzar el río.
El escorpión se colocó sobre la espalda de la rana y juntos empezaron a cruzar el río.
Cuando habían llegado a la mitad del trayecto el escorpión picó con su aguijón a la rana. La rana sintió un fuerte picotazo y cómo el veneno mortal se extendía por su cuerpo. Mientras se ahogaba sacó las últimas fuerzas que le quedaban para decirle al escorpión:
—No entiendo nada… ¿Por qué lo has hecho? Tú también vas a morir.
El escorpión miró hacia abajo y le respondió:
—Lo siento ranita. No he podido evitarlo. No puedo dejar de ser quien soy; es mi naturaleza.
Y los dos desaparecieron bajo de las aguas del río.