“Ahora, cuesta abajo en mi rodada, las ilusiones pasadas yo no las puedo arrancar…” No, no son palabras del todavía presidente del Gobierno, aunque tal como le van las cosas le cuadren mejor que a Gardel llorando su soledad en la película, años 30, “Cuesta abajo”.
El final de Sánchez a muchos nos puede traer sin cuidado; lo que a todos debe importar es hasta dónde van a llegar los destrozos provocados en las estructuras del país, sociales y políticas, como esto siga mucho tiempo así.
Galicia ha demostrado que, con una simple papeleta en la mano, la gente puede barrer los engañabobos con que las diversas filas del sanchismo pretenden redimir a lo que llaman la mayoría social. La sociedad española atesora resortes inteligentes que habrá de mantener tensos si quiere imponerse a la burricie de los parapetados tras la parte oscura del muro.
Porque de cumplirse el sueño de los 1.200 días que el personaje dice tener por delante, el final de la peripecia puede ser peor de lo imaginable; de lo imaginable incluso por él mismo, dado que todo está en función de lo que precise para seguir al frente de un poder desenfrenado.
Costaleros no le faltarán, contumaces independentistas, antisistema de pelajes diversos y nacionalistas conservadores. En ellos radica su fuerza para soportar cuantas derrotas siga sufriendo. Los cirineos en cuestión saben que su caída significará un punto y final a sus ambiciones; el “colorín, colorado”, como tuvieron la osadía de recordarle desde el partido que gobierna la Generalitat catalana. Extraño reencuentro, dialogo y normalidad.
Resulta difícil encontrar un precedente de la trayectoria política de Sánchez; un dirigente político que sacrifica su partido en el ara de una ambición sin causa.
Y no de una organización en ciernes, ayuna de rodaje, sino de un partido con experiencia sobrada de gobierno en toda clase de sistemas, desde la dictadura de Primo de Rivera en los años 20, con Largo Caballero en el Consejo de Estado; la segunda república de los ministros Largo, Prieto, de los Ríos, Negrín, etc., y hasta las recientes presidencias de González, Zapatero y Sánchez en la monarquía parlamentaria del 78.
La fortaleza histórica del partido socialista ha radicado en ser una organización de masas, social y española, tres pilares corroídos durante el mandato de su actual secretario general. Perder siete gobiernos autonómicos y millares de ayuntamientos no resulta gratuito. La pérdida de poder territorial se traduce en la desafección del púbico al que tanto debe desde su refundación en los años 70. Revertir ese fenómeno ya no está en las manos del doctor cum laude.
Porque el trasvase del eje nacional hasta el nacionalista, exigido por la prevalencia del interés personal de un presidente ayuno de votos, ha terminado por contaminar su partido hasta hacerlo irreconocible. Por ejemplo, en Galicia. Y esa deriva no tiene marcha atrás; retornar a su esencia fundacional significaría el final de la aventura.
De ahí la perentoria conveniencia de echar los siete cerrojos a la presente legislatura y salvar en lo que se pueda la división de poderes y demás mecanismos de control; es decir, de defensa de los ciudadanos que quieren seguir libres e iguales ante la Ley.