Alimentar el fuego sagrado; en tal propósito consumían sus vidas las sacerdotisas. Vestas era el nombre del templo romano que en los albores de nuestra era las vírgenes se inmolaban a las divinidades. Y así transcurrieron siglos hasta que el emperador Teodosio cristianizó el Imperio. Rea Silvia y Aemilia fueron vestales legendarias, y a falta del Guinness de los récords, Tácito apuntó para la Historia los cincuenta y siete años de servicio de Occia.
Hoy todo es más pedestre; el templo es un palacete poco menos que de atrezo, ennoblecido en los años 70 del pasado siglo por convertirlo en residencia del primer ministro de nuestra monarquía parlamentaria. La divinidad tampoco es lo que era, aunque eso sí, ahora es de carne y hueso. Atiende por Sánchez, y a él dedican alma, corazón y vida, como en el bolero, un reducido grupo de vestales que juegan con fuego.
Su sacerdocio es de tiempos más limitados, impredecible como también lo es el criterio de la deidad que cubre sus necesidades. Pero se esfuerzan en dar lo mejor de sí mismas. Yolanda ejerce de Vestalis Maxima sentada a la cabecera de la mesa del Consejo que vice preside. Rumbosa y oxigenada, tanto le da plantarse ante el papa romano como embutirse la misma camisa para hacer carantoñas en Bruselas con el prófugo catalán que los tiene de los nervios.
Una tal Isabel ha sido ungida para insultar sin miramientos a quienes se pongan por delante, sobre todo si es del partido que ganó las dos últimas elecciones. La portavoz de los insultos que el oráculo monclovita emite rivaliza en ese papel con su predecesora, Montero la de Hacienda, una trianera despachada sin miramientos hacia las reglas del juego democrático o de la simple cortesía. Con maestría, una y otra retuercen frases y hechos para que la realidad no desmienta sus insultos.
Y cerremos hoy la nómina con quien ocupa nada menos que tercera autoridad del Reino de España. Se trata de Armengol, experta en el uso de la técnica Frankenstein para formar gobiernos sin ganar elecciones.
Dos veces lo hizo en la comunidad Balear aliándose con Podemos y otros grupúsculos catalanistas de las islas. Rodeada de escándalos y un marido de dudoso quehacer, en sus últimos meses al frente de aquel gobierno dispuso exigir el catalán a todo el personal sanitario de la comunidad.
Y con esa pulsión, derrotada por los votos de sus conciudadanos, arrancó su primera intervención desde la presidencia del Congreso anunciando la “doctrina Armengol”.
Es simple, cargarse el artículo 3 de la Constitución que comienza: “El castellano es la lengua española oficial del Estado. Todos los españoles tienen el deber de conocerla y el derecho a usarla”.
¿Será que el Congreso de los Diputados no es Estado?
Y prosigue: “Las demás lenguas españolas serán también oficiales en las respectivas Comunidades Autónomas de acuerda con sus Estatutos”.
¿Acaso el Congreso reviste la categoría de Comunidad Autónoma?
Que la tercera autoridad del Estado haya recaído en esta lumbrera y que su partido tape su desafuero como si la Ley de leyes fuera el calendario zaragozano es un escándalo del porte del rendezvous que la primera vestal hizo al forajido catalán.
Mientras, la opinión publicada atiende perpleja los dimes y diretes de un imposible, la exigencia de la amnistía. Y la violación de la Constitución pasa como si nada pasara. He ahí el fuego sagrado que alimentan las vestales socialistas.