Poner en escena una ópera requiere recursos que no están al alcance de cualquier iniciativa. Los grandes teatros suelen tenerlos: patrocinadores, abonados, subvenciones públicas, cuerpos profesionales, instalaciones escenográficas y la experiencia que hace posible el milagro del espectáculo.
He asistido a representaciones de este arte único capaz de musicar literatura para ser cantada sobre un escenario abierto a decenas, centenares o millares de espectadores. Desde el Real de Madrid a la Wiener Staatsoper austriaca, pasando por el Liceu barcelonés, el Campoamor de Oviedo, la Maestranza de Sevilla, Les Arts en Valencia, la ABAO de Bilbao, el Met neoyorquino, la Scala milanesa, o el Municipal chileno, me han servido para saber algo sobre la ópera.
Y, sobre todo, de cómo se representan las obras. Pasaron los tiempos de Franco Zeffirelli, aquel genio de la escenografía que hace cuatro años dejó huérfanos los espacios escénicos teatrales y los platós cinematográficos. En demasiadas ocasiones hoy se ha impuesto lo minimalista o abstracto, incluso escenografías multiusos sobre las que se desarrollan creaciones desubicadas de su tiempo y circunstancias.
En cualquier caso, el espectáculo sale adelante cuando su dirección transmite la esencia de la obra, las dimensiones musicales y dramáticas que su autor alcanzó a plasmar en partituras capaces de superar el transcurso de los años.
Viene todo esto a cuento de lo que estos días vivimos en el Bierzo, concretamente en el Castillo de los Marqueses de Villafranca. Los muros de uno de los patios de la vieja fortaleza no son precisamente el escenario ideal para la puesta en escena de La Traviata de Verdi, pero la acústica que esconden sus pétreas paredes poco tiene que envidiar a la que embalsan algunos auditorios operísticos.
Ese fue el marco en que Pedro Halffter puso en marcha su Traviata, tan distinto como distante del que en otras ocasiones dirigió en brillantes producciones de Giancarlo del Monaco a primeras estrellas mundiales de la lírica como Plácido Domingo, Ainhoa Arteta, Leo Nucci, He Huy, Bryn Terfel, y tantos otros.
Aquí, en Villafranca, Halffter dirigió una orquesta formada por veinte músicos del vecino conservatorio de Ponferrada y seis voces solistas sobre una escueta plataforma con cuatro muebles como todo atrezo. La soprano norteamericana Ashley Bell, el tenor asturiano Juan Noval y el barítono catalán Carlos Daza fueron los protagonistas que de la mano maestra de un director en estado de gracia hicieron reverdecer el drama de Violetta y Alfredo.
O de Margarita Gautier y Armando Duval, nombres de los personajes creados por Dumas en su novela La dama de las camelias, sobre la que Verdi construyó la ópera.
Concluida la función, alguien comentó que nunca pensó en que con tan poco pudiera lograrse tanto.
Y así fue, el empeño y buen hacer de Pedro Halffter confirmó la máxima de que querer es poder. O como dicen los anglosajones, where there’s a will, there’s a way.