Hacer el ridículo y no percatarse de estar haciéndolo puede resultar fatal para un personaje público. En ello está Sánchez. Empeñado en sacudirse tanto efecto indeseado producido por el Gobierno que preside, ha decidido encomendarse a las artes de llamados expertos en relaciones públicas que lo están dejando inservible para propios y extraños.
Jugando a la petanca con vejetes de barrio madrileño o la charleta con un par de jóvenes de clase media podría acercar su imagen a la calle, siempre tan lejana del dirigente que busca su sitio en la Historia. Cuánta cercanía, campechanía, empatía, etc. habrían de pensar los televidentes, pero pronto supieron que los compañeros de Coslada lo eran también del partido, y el joven burgués, familiar de un miembro del equipo monclovita. Es decir, hasta que dieron con la verdad, esa dimensión antónima del personaje.
Lo de la partidilla de baloncesto con los clubs de Leganés y Getafe, ya es harina de otro costal. La pelea por Madrid puede justificar números de diverso gusto, como el flete de autobuses para rellenar la manifa contra Ayuso, pero tirar balones a la canasta sobre un carrito de ruedas para mimetizarse con un grupo de discapacitados, ofende. Antes que nadie, a quienes al terminar el jueguecito le ven salir andando por su propio pie, y después, a quienes sufren de vergüenza ajena.
¿Alguien se atreverá a decirle lo que un buen día tuvo que oír Stalin: “no te pongas en ridículo que todo el mundo sabe que la teoría no es lo tuyo”? Hay consejos difíciles de seguir, y ese fue uno de ellos. El teórico marxista Riazanov, fundador del Instituto Marx-Engels, fue ejecutado en 1938. Cincuenta años más tarde su memoria fue rehabilitada por Gorbachov.
No sería tan grave su acreditada capacidad para hacer el ridículo si las cosas quedaran ahí, en ese trampantojo con que oculta la realidad, pero ¿a qué dedica su tiempo el presidente?
Las leyes que su factoría aprueba, ajenas a los controles mínimos de calidad legislativa, hacen pensar que el señor presidente no gasta medio minuto en estudiar los asuntos con que está horadando demasiados principios y valores aún vigentes en nuestra sociedad.
Pero, además, ¿será que no hay cuestiones más perentorias que los cambios de sexo, los géneros, los abortos y demás lindezas que ocupan el tiempo de los legisladores? El que parece no haber para explicar los porqués de una política exterior que de Estado ha pasado a ser de camarilla. Y la razón para dejar sin agua a la huerta de levante, sin trabajo a los jóvenes, sin seguridad jurídica a tantos empresarios…
Lo ridículo del personaje queda definido por su afición al Falcon. Esta misma semana lo empleó para ir desde Sevilla a Málaga; de la gala de los Goya a un mitin socialista, razones de Estado no parecen darse. Doscientos kilómetros por las autopistas A-92 y A-357; o A-92 y A-45. Poco más de hora y tres cuarto en su Audi A 8, doce cilindros con 500 caballos de potencia.
Señor presidente el ridículo no cabe en la Historia, sencillamente es ridículo.