Le conocí en el verano de 1992. Me lo presentó el presidente González en Sevilla, bar del Alfonso XIII. Su suerte había cambiado medio año antes, en diciembre del 91, pocos meses después del fallido golpe de Estado que estremeció al mundo entero. Occidente estaba viendo en él un libertador; el hombre que levantó el telón de acero, que rindió ante Reagan la potencia nuclear soviética, que firmó con Juan Pablo II la libertad religiosa en la URSS, etc. Pero en el interior de su imperio las reformas y la apertura fracasaban porque no daban de comer. Su oponente y también aliado, Yeltsin, resumió certeramente el por qué del fracaso: “Pensó en unir lo que era imposible: comunismo y libre mercado, propiedad estatal y propiedad privada, pluralismo político y Partido Comunista; parejas incompatibles”.
Poco más de diez años después tuve ocasión de estar con Misha en Turín y en Granada. Dos seminarios difíciles de olvidar, organizados por su fundación a través del World Political Forum. El primero, por el nivel de los asistentes que intervenían bajo su presidencia. Allí, en torno a una gran mesa cuadrada, se sentaban entre expresidentes europeos, secretarios de estado norteamericanos, ministros de relaciones exteriores europeos y, entre otros, sentados juntos, dos personajes enfrentados durante la dictadura comunista en Polonia, el general Jaruzelsky, y el sindicalista Walesa.
Ver juntos, y escuchar sus parlamentos al último dictador comunista de Polonia, el de la ley marcial del 81 contra la ola levantada por sindicato Solidaridad, y a su antiguo rival, el líder obrero que alcanzó la presidencia de Polonia, sólo se podía comprender viendo frente a ellos, en el otro lado de la mesa, al hombre que soltó las amarras de la URSS. Varios de los allí presentes se arrogaron su parte en el éxito del final de la dictadura, hasta que Walesa, con un par como diría un castizo, proclamó algo así como señores, déjense de historias, la realidad es que la opresión saltó por los aires gracias a dos personas, el papa Juan Pablo y yo mismo.
La última ocasión en que compartí mesa y salón de discusiones con Gorbachov fue en Granada, 2005. El seminario tenía como lema “Mediterráneo: encuentro y alianza de civilizaciones”. Lo de aquella alianza, ocurrencia lanzada por aquel genio político que atendía por Zapatero, ahora volcado en intereses caribeños, dio ocasión a debates de mayor interés no tanto entre el mundo musulmán y occidente sino sobre la situación de Israel.
El ex ministro de Exteriores israelí, Shlomo Ben-Ami, Michel Rocard, ex primer ministro francés, Josep Borrell, presidente entonces del Parlamento Europeo, Boutros Ghali, ex secretario general de la ONU, el editor de Le Monde Diplomatique, Ignacio Ramonet y tantos otros platearon ciertos puntos de vista encontrados que fueron resueltos con escasos miramientos para la disidencia de una ponencia previamente establecida. De hecho, en la mañana en que se aprobaba la declaración final del encuentro, Gorbachov zanjó las diferencias con un rotundo: señores, el texto a votar es el que anoche quedó aprobado y no hay más que discutir. Nadie especificó quiénes y dónde lo aprobaron.
Andrei Grachev, su ex portavoz durante la presidencia de la URSS, quizá dio la clave para entender lo ocurrido en el título de una de sus obras: “La chute du kremlin, l’empire du non-sens”.