En mi opinión ahí está la clave de la caída de Sánchez con todo el equipo: el común ha descubierto, al fin, que además de ser un pésimo gestor, miente cada vez que habla. La elección madrileña ha sido el primer test, y los resultados a la vista están.
Que si eran unos comicios locales, que si la capital no representa a toto el país y demás excusas no pedidas con las que el sanchismo quiso cubrir sus vergüenzas no dejan de ser fuegos de artificio. Porque Ayuso no se batió con el profesor, saltó por encima del señuelo (“Yo no soy Sánchez, soy Gabilondo”, le obligó a proclamar) para denunciar el trasteo presidencial.
Sánchez no gobierna, se limita a trastear las cuestiones que se pongan por delante, abanicando la testuz de los morlacos con eslóganes y ocurrencias de manuales de ayuda y autoestima. Pero, así y todo, sería un error despreciar su capacidad de recuperación. Demostrada la tiene, aunque, claro está, hace cuatro años no se le conocía; pocos sospechaban entonces que su mochila no cabía más que un ego del porte necesario para, alcanzada la meta, llegar a auto referirse como “Mi Persona”.
Claro que puede volver, como en primavera las amapolas en los trigales; pero como éstas, su retorno se agostará definitivamente sin fruto alguno que dar. Tiene a su servicio o tuvo, y el que tuvo retuvo, un partido por él amasado sobre los cimientos de otro del que apenas queda el recuerdo de una historia con mil facetas, a la que Felipe González y otros, dignificaron hace casi medio siglo.
En pocos años, aquel PSOE se ha trocado en PS, partido sanchista. Sus pulsos vitales, desde el socialismo marxista inicial hasta la socialdemocracia de nuestro tiempo, han sido asfixiados por las llamadas políticas de género, LGTB, aberrantes lenguajes inclusivos y otras zarandajas. Y la E cayó victima de una geometría variable que confía la gobernanza del Reino de España a terroristas y golpistas, para completar la presencia del comunismo bolivariano.
El partido sanchista es la militancia que, ahora hace exactamente cuatro años, le subió a hombros como en viejos tiempos la plebe alzaba sobre sus escudos al líder. La militancia, eso son los poderes que Sánchez exhibe, como el cardenal Cisneros mostró a Infantado y otros nobles levantiscos los cañones asentados en el patio del regente.
Pero, ¡ay! la militancia crece o merma en función de las expectativas de mamandurria que da el pode y, de cualquier modo, nunca hay para satisfacer tantas bocas. El asamblearismo, sin controles de órganos intermedios, llega a lo visto la pasada semana: tachar de herejes a dos prohombres del PSOE, Leguina y Redondo, sometidos a escarnio en plaza pública, aquello de la Santa Inquisición, para velar la presencia del causante de la histórica derrota sufrida.
Ese es Sánchez, un tipo que miente, razón sobrada para descabalgarle de la presidencia del Gobierno. Un tipo que se ha revelado incapaz para cumplir la misión que tiene encomendada. Un tipo que además de cegar los controles que garantizan una democracia, asfixia las capacidades de toda índole que atesora la sociedad española.