La política tiene cedido al marketing su papel organizador de la convivencia y progreso de los pueblos. No sólo aquí; de hecho, qué fue aquello de las armas de destrucción masiva con que entramos en el siglo XXI, aún aturdidos por la masacre de la yihad en las torres de Nueva York, sino una operación de marketing global. A falta de proyecto, principios y buenas razones, las leyes del marketing se hicieron con el relato y siguen conduciéndolo.
Aquí la cuestión ha llegado al zénit de la mano de Sánchez, personaje para quien no hay más política que la sucesión de spots vertebrados por un único móvil: la satisfacción de su apetito desaforado de permanencia en el poder. Salvo el poder todo es ilusión, que dijo Lenin.
Los spots pasan y no queda nada; en esas estamos. Las cuentas del Estado, o sea las nuestras, arrojan un déficit récord en la UE; no hay vacunas, el paro crece sin tasa, autónomos y pequeños empresarios rinden sus negocios a una Hacienda pública sin miramientos, se arruina el gran capital de nuestra lengua, etc.
¿Algún ideal tras la sucesión de ocurrencias, ficciones y consignas impuestas a los medios colonizados desde el poder? El marketing de los asesores y gabinetes de imagen crea eso, imágenes, pero no sustenta proyectos. Y sin proyectos no se construye una sociedad mejor.
A estas alturas nadie pide pronunciamientos como el de Lincoln en Gettysburg, “que el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo, no desaparecerá de la Tierra.”
O el de Castelar en las constituyentes de 1869, “Grande es Dios en el Sinaí; el trueno le precede, el rayo le acompaña, la luz le envuelve, la tierra tiembla; pero hay un Dios más grande, más grande todavía, que no es el majestuoso Dios del Sinaí, sino el humilde Dios del Calvario, clavado en una cruz, herido, yerto, coronado de espinas, con la hiel en los labios, y sin embargo, diciendo: ¡Padre mío, perdónalos, perdona a mis verdugos, perdona a mis perseguidores, porque no saben lo que se hacen!”.
O más cerca, Suárez presentando su candidatura a la presidencia en las constituyentes de 1975, “Prometimos devolverle la soberanía al pueblo español, y mañana la ejerce. Prometimos normalizar nuestra vida política, gestionar la Transición en paz, construir la democracia desde la legalidad, y creemos que con las lógicas deficiencias lo hemos conseguido. Prometimos que todas las familias políticas pudieran tener un lugar en las Cortes, y el miércoles pueden lograrlo. Pero si ustedes nos dan su voto, Puedo prometer y prometo que nuestros actos de gobierno constituirán un conjunto escalonado de medidas racionales y objetivas para la progresiva solución de nuestros problemas.
Puedo prometer y prometo intentar elaborar una Constitución en colaboración con todos los grupos representados en las Cortes, cualquiera que sea su número de escaños.
Puedo prometer y prometo, porque después de las elecciones ya existirán los instrumentos necesarios, dedicar todos los esfuerzos a lograr un entendimiento social que permita fijar las nuevas líneas básicas que ha de seguir la economía española en los próximos años…Puedo, en fin, prometer y prometo que el logro de una España para todos no se pondrá en peligro por las ambiciones de algunos y los privilegios de unos cuantos.”
Principios, experiencia, proyectos, el bien común como leitmotiv.
Es hora de reclamar la vuelta a la política; que gobiernen los señalados por el voto de los ciudadanos, y cedan su protagonismo los aurúspices contratados a tanto el elogio y la foto bonita. El problema reside en que los elegidos, más allá del eslogan que les impuso el gurú, lleven dentro algo que decir, un objetivo que proponer, un horizonte a compartir.