Sánchez reapareció en el Congreso como si la pandemia no se hubiera llevado 8.003 ciudadanos en el mes de enero. No lo hizo para dar explicaciones sobre la relación de su gobierno con el dato, ni sobre ninguna otra calamidad -y mira que las hay-. No; fue a dar un mitin, el que necesita Illa, el pobre, despachado allá entre golpistas que no le mientan los 80.000 muertos, no; sólo el 155.
¿Tan poco importan las vidas de nuestros conciudadanos? Parece que bastante poco, efectivamente. El presidente baja a la arena para hacer ver que está ahí, a la cabecera de un banco azul en el que sobran dedos de una mano para contar los ministros que trabajan, ¡y son 23!
Las preguntas le resbalan como patines sobre hielo. Puro Ollendorff. El desprecio a los ciudadanos es insoportable. Porque los españoles tienen derecho a conocer, por ejemplo, por qué ha mutilado un informe del Consejo de Estado en el expediente del decreto sobre los fondos europeos.
Lo suyo es dinamitar las bases de entendimiento con el segundo partido de la cámara, precisamente quienes podrían liberarle de los abrazos de oso que llevan el país al despeñadero.
Produce vergüenza ajena escuchar al vicepresidente populista que la oposición hace el ridículo mientras ellos hacen política. Política de facu, sí Iglesias; casposa y escasa, no vayan a agotarse los servicios jurídicos y cuerpos consultivos. Y de vez en cuando, su escándalo particular, como el de la funcionaria en la residencia familiar cumpliendo funciones domésticas o de baby sitter.
¿Dónde están los intereses generales, el bien común, en los únicos proyectos legislativos que han puesto sobre la mesa, tales como las leyes trans o de la eutanasia?
Es indecente llamar política a rendir las posiciones constitucionales que cohesionan un sistema, una Nación. Es lo que acaban de hacer al concordar con su soporte parlamentario en Madrid, y futuro consocio de un tripartito en Cataluña, hablar de autodeterminación, barbaridad propia de tiempos y circunstancias coloniales.
Y que el Gobierno de un sistema democrático entre a negociar una amnistía es sencillamente inmoral. Porque saben que no cabe en el sistema. Al trilero que de la mentira hace un arte se comprende que le dé igual pactar lo que sea, incluso lo imposible; gana tiempo y quizá otro tripartito para Illa, su candidato licenciado en filosofía -que ser filósofo es otra cosa-.
Sobre la amnistía correrá algún río de tinta, aunque no demasiado caudaloso. La única referencia que la Ley suprema hace a las medidas de gracia está entre uno de los poderes que la Constitución reconoce al Rey: “Ejercer el derecho de gracia con arreglo a la ley, que no podrá autorizar indultos generales”.
En cuestiones de esta naturaleza conviene asistirse de expertos de prestigio probado, caso del penalista y profesor Enrique Gimbernat, que comenta lo que sigue: “Como el art. 62 i) CE regula el derecho de gracia, y no menciona para nada a la amnistía, de ahí se sigue, argumentando a contrario, que esta última ha quedado fuera de la CE, y de ahí se sigue también que, si incluso en referencia al más restrictivo indulto, dicho precepto constitucional introduce limitaciones (prohibición de indultos generales), con mayor motivo tendría que haberlas establecido para la amnistía que constituye una medida de gracia más generosa; y, si no lo ha hecho, es porque ha estimado que no había que establecer limitación alguna, ya que la amnistía como tal -con o sin limitaciones- había devenido inconstitucional.”
Como en el circo, aún queda el: “Y ahora, más difícil todavía”. Al tiempo.