“No que me hayas mentido, lo que me aterra es que ya no pueda creerte”, dejó escrito Nietzsche en un breve ensayo sobre la verdad y la mentira. Más allá de su valoración ética, la acción de mentir arruina la confianza, base fundamental de la convivencia en cualquier comunidad, desde la más simples, como la familia, hasta las complejas sociedades políticas Cuando los ciudadanos pierden la confianza en sus instituciones y dirigentes la democracia se corrompe.
Acabamos de vivir un ejemplo clamoroso en el aquelarre con que Trump puso punto final a su presidencia, con el asalto al templo de la soberanía del pueblo norteamericano. El caso es digno de atención.
Su administración no ha provocado guerras militares, sólo comerciales, y permitió satisfactorios niveles de crecimiento económico. Pero ello no fue suficiente para compensar los efectos de la ruptura social provocada por su arrogante arbitrariedad. Durante cuatro años nutrió el populismo que le llevó a la Casa Blanca con treinta mil quinientas setenta y tres mentiras, casi la mitad en su último año.
Lo sucedido en Washington debería hacer reflexionar a nuestros políticos sobre las consecuencias de jugar con la realidad a capricho, según la conveniencia del momento.
Hay quienes sostienen que una afirmación es verdadera por su utilidad, no porque se corresponda con la realidad; por ser conveniente para todos, tanto para quien la emite como para los engañados. Esta puede haber sido la teoría aplicada aquí por el presidente del Gobierno, su ministro de Sanidad y el presunto experto durante los meses vividos bajo la Covid.
Primero iban a ser cuatro o cinco casos aislados, luego el carácter salvífico del sol, más tarde que los calores estivales doblegarían al bicho, etc. Así todos ganamos, supusieron los mentirosos; nosotros, tiempo; la gente, tranquilidad. La realidad es que han muerto ochenta mil personas, y la cuenta sigue creciendo.
La mentira política corrompe el debate inherente a la democracia. Hay quienes no dudan en prometer lo que reportará adhesiones, sean cuales fueren sus expectativas; no se limitan a ocultarlas, simplemente mienten. Como cuando el actual presidente abominó de Podemos una semana antes de firmar la coalición con su líder, el mismo cuya presencia en su gobierno le produciría pesadillas; “como al resto de los españoles”, dijo.
La verdad hoy no tiene fácil acomodo en un mundo de imágenes y ayuno de principios. El político no persigue reflexiones, se limita a procurar sensaciones positivas. Empatía es la clave del momento, la cualidad esencial para el éxito; la honestidad, la experiencia o el conocimiento son valores secundarios.
Doblegar esta realidad, impuesta por la globalización creada por redes de agentes sometidos al reto de ser mayoritarios, cuando no exclusivos, sería homérico. Don Quijote terminó descalabrado al enfrentarse a aquellos gigantes que creyó ver tras “los brazos de casi dos leguas” en los molinos del campo de Criptana.
La verdad se halla tan postrada que hoy resulta habitual enfatizarla con expresiones como “la pura verdad”, “si te digo la verdad”, “la verdad es…”. Y la verdad, “verdad de la buena”, es que sin ella las personas pierden su libertad.
Los tiempos de incertidumbres, como el actual, son propicios a falsos profetas de templos identitarios donde la gente busca la inmunidad de rebaño. Ofrecen seguridad al precio de las libertades que terminan en manos del líder de la manada. Es el populismo; morbo cuyo mejor antídoto es la verdad. En ese mundo, la verdad es revolucionaria.
Una ingeniosa adivinanza de tiempos juveniles tenía por escenario el patio de una fortaleza con dos puertas, una conducente a la libertad y la de enfrente, a suplicios sin cuento. Ante ellas, sendos cancerberos, de ellos uno veraz; el otro siempre miente. El juego consiste en conseguir la libertad con una sola pregunta.
Basada en que una doble negación significa una afirmación, la solución es sencilla si la pegunta envuelve a los dos guardianes. Algo así como: “¿Es cierto, como su compañero me ha dicho, que este es la puerta de salida?”. Afirme o niegue el interpelado, y sea éste quien fuere, lo cierto es que libertad está en la otra puerta.
La paradoja resulta divertida, pero la verdad no tiene porqué serlo. La verdad es la verdad, dígala Agamenón o su porquero, aunque al porquero no siempre le convenza, como Machado escribió en su Juan de Mairena. Las medias verdades son mentiras y las mentiras no son piadosas.
La realidad es terca, sencillamente porque es lo que es. Por eso la verdad terminará imponiéndose. Su triunfo precisa integridad, más humildad que petulancia y, siempre, ingenio para desarmar el tinglado de los farsantes.