En los dos últimos días de este penoso mes de enero, y hasta la primavera tenemos suspendidos derechos ciudadanos, han venido a coincidir dos efemérides merecedoras de recuerdo. La primera se remonta cuarenta años atrás, es la dimisión del primer presidente de la España constitucional en que vivimos. La segunda, cinco años después, 30 de enero de 1986: en el Congreso, el entonces príncipe de Asturias juró lealtad a la Constitución aceptando así su papel como sucesor de la Corona. Acababa de cumplir su mayoría de edad; hoy cuenta 53 años.
Entre una y otra está el reinado de Juan Carlos I, español que nació fuera de España un 5 de enero de 1938 y desde el 3 de agosto fuera está viviendo. Porque hoy el gobierno así lo quiere del rey que durante treinta y nueve años consolidó la democracia parlamentaria que hoy encabeza aquel príncipe de Asturias, hoy Felipe VI.
Adolfo Suárez anunció su dimisión el 29 de enero de 1981, a las 19,40 horas. Cedió la presidencia rodeado de la misma incredulidad con que había sido recibido cinco años antes, corto espacio de tiempo para justificar la existencia de un político de excepción en la vida de un pueblo. Sin embargo, suficiente para él.
En mayo de 1977, al anunciar su candidatura a las elecciones constituyentes, recordó el mandato real recibido un año antes: “Se me encargó la misión de llevar a buen puerto la reforma política de nuestro país…”. Y con el afán de hacer a todos partícipes de la misión, concluyó: “El mañana ciertamente no está escrito pero ustedes, y sólo ustedes, lo van a hacer”.
En aquel período previo a la democracia representativa, el presidente se dirigía directamente a la gente a través de la televisión. Mensajes concretos, como cuando explicó la legalización del partido comunista, ante la que el mismísimo Tribunal Supremo se había lavado las manos. Concretos y claros: “Pienso que en una democracia todos somos testigos y jueces de nuestros actos públicos; que hemos de instaurar el respeto a las minorías legales; que entre los derechos y deberes de la convivencia está el de aceptar al adversario, y si hay que hacerle frente, hacerlo en competencia civilizada.”
Suárez constituye la mejor prueba de que no pesa sobre el español carga alguna que le incapacite para el diálogo, para aunar voluntades, transigir y al mismo tiempo llevar al otro a salirse con tu voluntad.
En recuperar estas virtudes cívicas deberían centrar sus objetivos las llamadas memorias democráticas y demás instrumentos de adoctrinamiento puestos en marcha en sentido contrario.
La concordia fue posible, reza el epitafio que cubre sus restos y los de Amparo en la catedral de Ávila. A pocos metros reposan los de don Claudio Sánchez-Albornoz, presidente que fue del Gobierno de la República en el exilio hasta 1971. En la lápida, un versículo de una carta de San Pablo: Donde está el espíritu del Señor, allí hay libertad. Soy testigo de que ambos tuvieron pensado reposar juntos en aquel claustro.
En el fondo, la grandeza de aquella Transición radicó en romper la frontera entre el nosotros y los otros; ver en el otro a un compañero con quien hacer el camino. Fue un ejercicio de dignidad; la propia y el reconocimiento de la dignidad de los demás.
Ese fue el equipaje con que llegó a la presidencia Adolfo Suárez, la dignidad. El mismo con el que salió y mantuvo hasta su último día.
Tiempos de dignidad.