Leo hoy en The New York Times que “El senador Mitch McConnell, líder del partido Republicano en el Senado, ha dicho hoy martes que los insurrectos que asaltaron el Capitol el 6 de enero fueron ‘provocados por el presidente y otras personas poderosas’, declarando así por vez primera que responsabiliza del asalto, al menos parcialmente, al presidente Trump.”
Durante cuatro años McConnell ha sido el más firme defensor de su presidente en el Senado. La cuestión es que, vista la gravedad de los últimos hechos inducidos por el Trump, el jefe parlamentario republicano lo ha denunciado y dejado a los pies de los caballos. Una lección de la que deberían tomar nota los miembros de la coalición no-gobernante. Y extraer consecuencias, que ocasiones no les faltan.
Aquí el fenómeno discurre por niveles inferiores, pero la capacidad ejecutiva del primer ministro de una monarquía parlamentaria no es mucho menor que la del presidente de una república presidencialista. Dejando al margen el mando supremo de las fuerzas armadas y el alto patronazgo de las Reales Academias, las demás funciones del poder corresponden aquí al jefe de gobierno.
Trump y Sánchez tienen, además, algún rasgo común; no demasiados, bienaventuradamente, pero ambos personajes participan del espejismo hedonista con que disfrutan del poder y del uso pertinaz de la mentira. El empleo del poder para permanecer en el poder y la violación de la opinión pública atropellando la realidad, son rasgos comunes a uno y otro.
Allí han despedido al encargado de la despensa nacional, para eso le pusieron, que ha provocado una ruptura en las crujías del país de difícil arreglo; tan grave como la amenaza sísmica que en California representa la falla de San Andrés.
Presidente de Norteamérica, no ha sabido ser presidente de los norteamericanos. Los millones de votantes que ha retenido hasta el último momento son producto enlatado de un populismo primario generador de energúmenos.
Aquí el jefe de gobierno desaparece con la facilidad que el Guadiana se camufla entre las lagunas de Ruidera y las Tablas de Daimiel. Calla ante las balandronadas de su socio de aventura -¿le divierte la discrepancia, o simplemente otorga?-. Pero nadie se atreve a denunciar que no tiene nada dentro, que miente cada vez que habla, que copió su tesis, etc.
No importa que el país esté hecho unos zorros, acosado por el virus y la caída en pobreza de millones de ciudadanos; el presidente toma el sol, silente, ajeno al clamor de una sociedad que pide políticas para resolver problemas reales, empatía y liderazgo democrático.
Pero la única medida practicada es un estado de alerta endosado a una pandemia que su gobierno no administra; una excepción constitucional que utiliza para tener aherrojado al parlamento -¿secuestrada la soberanía popular?-.
En esas estamos, retrotrayéndonos a tiempos negros que los años han virado a sepia. Su restauración, a cargo del populismo tardo comunista, está alimentando las raíces de otro populismo de sentido opuesto y no menos visceral.
P.S.- Hace muchos años, ciento ochenta y seis concretamente, un viajero europeo escribió: “Si hay algún país en el mundo, en el cual se pueda apreciar en su justo valor el dogma de la soberanía popular, tal país es América”. Se llamaba Alexis de Tocqueville y sus palabras constan en el capítulo IV de la primera edición de su obra Democracia en América.