Murió tal día como hoy, hace cuarenta y dos años, uno de los españoles más lúcidos habidos en nuestra historia reciente. Uno de los tres o cuatro liberales que España haya podido engendrar.
No es ésta tierra fértil para las libertades. A poco que soplen los vientos se encalabrinan los peores sentimientos. Unos desde arriba y los otros por debajo terminan por hacer la vida imposible de ser convivida.
Precisamente eso, la convivencia de los distintos, fue uno de los ejes que inspiraron su obra. Obra política, de pensamiento y literaria.
Nadie en España puede decir que no tenga sangre judía, escribió, y desde ahí enhebró la historia de los Esquiveles y Manriques, serie de novelas sobre las luchas y paces de dos familias españolas en tierras americanas, desde los siglos XVI hasta el XVIII. Más de veinte años dedicó a recrear aquel mundo hispano en el que se sumergió provechosamente para hacer las biografías de Colón, Hernán Cortés y Bolívar.
“El hombre moderno es un árbol desarraigado. Su angustia le viene de que le duelen las raíces”, escribió. Y escarbando en esas raíces hizo «Arceval y los ingleses» y, sobre todo, “Ingleses, Franceses y Españoles”, un brillante diagnóstico de nuestras peculiaridades; “Ensayo de psicología colectiva comparada”, subtituló la obra.
Ingeniero de minas, periodista -trabajó en The Times, premio ABC Mariano de Cavia-, profesor en Oxford, político –primer presidente de la Internacional Liberal-, funcionario internacional, ensayista y, sobre todo, un hombre independiente que sufrió con la destrucción de su patria. Los tres golpes que jalonaron los cinco años republicanos, uno de cada lado, pero golpes al fin.
“El déspota busca siempre el medio de destruir las instituciones… El abuso del poder es una enfermedad, al parecer incurable del ser humano… Con los militares, ni a robar capas.”
En su gran ensayo “España”, primera edición de 1931 que terminó completando en el 64, dejó escrito paradojas como la siguiente: “Moscú y el Pardo si no son aliados funcionan como si lo fuera, como dos hojas de unas tijeras o las dos muelas de un molino cuya colaboración estriba precisamente en su antagonismo; y su obra común no es otra que el cortar en trizas o moler en añicos todo lo que es liberal, socialista o cristiano demócrata”.
En sus Memorias cuenta que en una conversación con su paisano, 1935, Franco le llamó la atención “por su inteligencia concreta y exacta más que original o deslumbrante”. Once años después, 1944, le escribe: “General, márchese usted… No lo digo por ofenderle, pero el Caudillo de un bando de la guerra civil no sirve para hacer la unidad española”.
Pensaba don Salvador que nada hay más difícil en este mundo que administrar el poder, y mucho reflexionó sobre el concepto de autoridad como fuente de fuerza moral: “una facultad natural que confiere al que la posee el don de provocar el respeto”. Y eso iluminó la imagen con que comienza a escribir sobre la guerra civil que denomina la batalla de los tres Franciscos.
La guerra, escribió, “se debió al efecto combinado de dos pronunciamientos a la española: el de don Francisco Largo Caballero, caudillo del ala revolucionaria de la Unión General de Trabajadores, que no era comunista, y el de don Francisco Franco, caudillo de la Unión General de Oficiales, que no era fascista. En julio de 1936, estos dos hombres encarnaron la tradición española de intervención violenta en la cosa pública. Hemos de ver cómo Azaña, harto tardíamente, pensó en encarnar la otra tradición española, la de la transacción razonable y el acuerdo mutuo que tan admirablemente cultivaba don Francisco Giner. En esta batalla de los tres Franciscos, el verdadero, el grande, el creador, el que era la esperanza de España, fue la víctima de la acción violenta de los otros dos… la verdadera España estaba con don Francisco Giner”
Salvador de Madariaga tomó posesión de su sillón en la Real Academia Española el 2 de mayo de 1976, regresado de un largo exilio, cuarenta años más tarde de su elección. Su discurso de ingreso, “De la belleza en la ciencia” fue respondido por Julián Marías.
La RAE fue la única institución que desobedeció la orden del Ministerio de Educación del 5 de junio de 1941, que daba de baja a académicos expatriados. Conservó intactos sus sillones, entre ellos el de la M, en el que pudo finalmente aposentarse don Salvador, uno de mis maestros.
Dos años después murió en Suiza, donde residió muchos años, tantos como en el Reino Unido.