El La Tercera de ABC publico hoy el artículo siguiente sobre el legado histórico del Rey Juan Carlos I.
En el destrozo de la figura de don Juan Carlos lo grave no es la condena mediática a que ha sido sometido sino el borrón con que se pretende anular el esfuerzo pacificador que por vez primera en nuestra historia acometieron con éxito tres generaciones de españoles: la que protagonizó una guerra civil, y las dos inmediatas de la posguerra. La construcción de una plataforma de convivencia para todos sobre los principios de libertad, justicia, igualdad y pluralismo político no fue un milagro llovido del cielo. Se fraguó y consolidó gracias al amplio consenso social que promovió el Rey Juan Carlos I.
Precedentes de otro singo hubo, el más próximo en los tiempos de la república de hace ochenta y nueve años. Aquella institución, en la que no faltaron hombres ilustres y políticos de envergadura, no fue capaz de garantizar el respeto a ninguno de esos principios fundamentales, y terminó como de sobra es sabido.
Confucio enseñó que los pueblos que no conocen su historia están obligados a repetirla.
Tal y como se han producido, los acontecimientos tienen un indudable tufo de conspiración. Una operación que atañe a la primera institución del Reino se ha pergeñado como una celada desde el poder ejecutivo. La presidencia de un gobierno de coalición, y minoritario, ocultó su objetivo tanto a sus socios como a la oposición parlamentaria que cumple el segundo partido del país.
El secretismo, proceder habitual de los actuales ocupantes de La Moncloa, es consustancial a toda maquinación, “proyecto o asechanza artificiosa y oculta, dirigida regularmente a mal fin” (RAE). Las circunstancias que rodearon la salida de la Zarzuela del Rey Juan Carlos I así lo confirman. Someter a un ucase, como se ha hecho, a la primera magistratura del país es más propio de un golpe que del apoyo que le es debido.
Como hizo frente a la pandemia viral, Sánchez no tiene más política que el ejercicio puro y duro de la autoridad. Esta disposición caudillista de los resortes del poder se agota en sí misma, como demuestran los tristes resultados obtenidos en la crisis del coronavirus. Así viene dilapidando las capacidades del poder ejecutivo que nuestra Constitución pone en sus manos.
Logró el peor índice de mortalidad del mundo desarrollado y la más profunda crisis económica. Existen demasiados indicios para sospechar que ambos parámetros seguirán confinando durante algún tiempo vidas y expectativas de millones de españoles. Distraer su atención no es tarea sencilla; la llamada memoria histórica está agotada, Franco, aquel dictador que murió de viejo en cama, ya fue desalojado de su tumba ¿de dónde sacar otro embeleco de semejante envergadura sino de la Casa Real? Pues a ello se dedicó el gabinete presidencial cuando aún estaba el país confinado bajo el Estado de Alarma.
Sacaron el material de derribo de la denuncia hecha en un periódico londinense por una examante del rey Juan Carlos reacia a devolverle el dinero que la confió, y con el que hubiera podido ponerse al día con Hacienda. La fulana, un comisario encarcelado, el jefe de un clan mafioso catalán que amenazó con no dejar títere con cabeza, y las torpezas impropias del personaje a batir, les proporcionó todo lo preciso para escarbar en la clave del arco constitucional.
El pulso a la Casa Real fue jaleado desde medios, redes sociales y miembros del propio Gobierno hasta alcanzar su objetivo: poner en solfa el baluarte de nuestra democracia. Apresuradamente, haciendo trizas del principio constitucional que garantiza la presunción de inocencia a todo español y antes de que la Justicia pudiera esclarecer las imputaciones, el Rey que rubricó la Constitución, el primer Jefe del Estado de la monarquía parlamentaria, tenía que ser abatido.
Y lo fue en una sociedad mediatizada a golpes de tuit, ayuna de una educación malograda durante decenios por leyes dictadas con más prejuicios que consenso. La operación de acoso y derribo del factor fundamental de la concordia nacional no ha encontrado resistencia. El titular de la institución que alentó y ha preservado el período de progreso en libertad más dilatado de nuestra Historia, ha quedado reducido a la categoría de muñeco roto.
Las protestas de los comunistas bolivarianos presentes en el Gobierno, quejosos por no haber estado informados de las presiones a que fue sometido el Rey Felipe VI, forman parte del juego policía bueno/policía malo que ocupa los afanes y ambiciones de Sánchez e Iglesias. El hecho de que desaires de este tenor no hagan rechinar los goznes de la coalición lo confirma. Como la tan cínica como insólita defensa de la monarquía hecha por Sánchez antes de tomar el pescante de sus vacaciones.
Cínica por cuanto sucede tras un mes de presiones sobre el Rey, que Felipe VI apenas ha podido desviar parcialmente hacia una mera salida del país “en estos momentos” de su padre. Insólita pues ¿no es la defensa íntegra de la Constitución su primera obligación como presidente del Gobierno?
Claro que la palabra empeñada en sus promesas de acceso al cargo tiene tanto valor como tantas otras dichas y contradichas, o la autoría de su tesis doctoral y de otras publicaciones. Ahí está el amparo que propicia a la propaganda contra la Constitución como su connivencia con los golpistas que hace unos días volvieron a declarar a Cataluña nación republicana.
Tanto de los aciertos como de los errores del pasado conviene guardar buena cuenta para no ser censurados por los comisarios de la memoria. Borrarlos no conduce a nada; los aciertos, porque tenerlos presentes puede servir de guía en medio de las tribulaciones, y los errores, para no tropezar una vez más con la misma piedra.
Más allá de estatuas, cuadros y oropeles, la figura de don Juan Carlos pasará a la Historia como la de constructor de puentes, el pontífice, que tuvo el poder y la voluntad precisa para unir las riberas de las dos Españas. Y así la monarquía parlamentaria sirvió de cauce a una sociedad de ciudadanos libres e iguales ante la ley, bajo el imperio de la Justicia.
Un legado inolvidable que deja en manos de todos los españoles.