Cada nuevo día supera los niveles de rufianería alcanzados en el anterior. Me refiero a Pedro Sánchez, presidente del gobierno sancho-comunista instalado en el Reino de España. La sesión parlamentaria del 3 de junio ha marcado una cota que, a no dudar, será pronto superada por costoso que parezca. Pero lo conseguirán, él y sus alfiles y peones, incapacitados todos ellos para hablar con verdad de cuanto se ponga por delante.
La presentación del fraudillo comenzó en un tono tan morigerado que sonaba a falsete hasta que se vino arriba con un “¡viva el 8 de marzo!” que denunció tan prologada impostura. Y es que el personaje tiene un serio problema con la vergüenza. Tan grave que vende y reclama consenso mientras injuria, confunde y descalifica a los dos grupos parlamentarios de la oposición.
Carece de esa capacidad de estimación de la propia dignidad. La falta de vergüenza, la sinvergonzonería, es lo propio del individuo indiferente a cualquier consideración de carácter ético. El deshonor produce acciones ignominiosas. En eso estamos.
La macabra manipulación de datos tan objetivables como el número de víctimas de la pandemia produce tanta lástima y risa como irritación. Datos todos ellos de fuentes oficiales, públicas, que difieren en más de una decena de millares. Y son personas, cada una con su nombre, apellidos y deudos concretos que lloran ausencias porque ellos sí que saben quiénes han muerto.
El número de cargar sobre las espaldas de la Guardia Civil la prepotencia de un ministro, fiscal y magistrado llamado Grande Marlaska es de miserables.
La mentira tiene tan cortas sus patitas que en horas veinticuatro han de cambiar las razones del abuso de poder para entorpecer un proceso judicial. Primero se trataba de un simple relevo funcional, luego, cuando una carta de la directora general del cuerpo desveló la injerencia, el fraudillo alega que se trataba de expurgar de una tal policía patriótica las cloacas del Estado. Toma del frasco.
Sin vergüenza se puede resistir lo indecible. Así lo tiene escrito en un manual el sinvergüenza y ahí sigue tan avieso personaje dos años después de su asalto al banco azul, aupado sobre la razón por propios, asociados, extraños y cándidas almas como las que conduce don Edmundo Bal.
Si malo es que tome por idiotas a los españoles, peor es que al cabo de tanta ignominia lo españoles sigamos comportándonos como tales.