Se ha ido Enrique Múgica, y con él la esencia de la socialdemocracia española; el antídoto del sanchismo encaramado en el trono del viejo partido socialista obrero español.
En el primer congreso que, tras la guerra civil, celebraron en Madrid bajo el lema “Socialismo es libertad” Enrique fue el único miembro de la ejecutiva que no levantó el puño mientras los asistentes cantaban la Internacional. Era el año de 1976, primer gobierno Suárez.
Como buen judío por parte materna, Enrique confesó que ni olvidaría ni perdonaría a los asesinos de su hermano Fernando, roto por tiro en la nuca a manos de una alimaña etarra. Era un hombre de bien; desde sus años universitarios un luchador por la libertad de sus compatriotas.
Cuando no había libertades la lucha tenía más mérito que acampar en la Puerta del Sol y gritar “Sí se puede” décadas después al abrigo de la democracia que levantaron Enrique y muchos millones más.
A punto de terminar Derecho en Madrid, aprovechó un permiso del servicio militar para reunirse con dos compañeros del partido, el comunista naturalmente, que en aquellos años no había otro en la izquierda, y desencadenar el primer conflicto político protagonizado por universitarios, la incipiente burguesía.
Un congreso de jóvenes escritores era la tapadera del manifiesto que hizo con Ramón Tamames y Javier Pradera, y que terminaron centrando en la petición de un congreso libre de estudiantes. Enfrentamientos con falangistas, cierre de la Complutense que regía Laín Entralgo, y cese del ministro Ruiz Jiménez.
Eran mediados los años cincuenta. Fueron detenidos y encarcelados los del PCE junto a otros promotores no comunistas, José María Ruiz Gallardón o Dionisio Ridruejo, antiguo jefe de la propaganda franquista durante la guerra civil.
Buscando libertad dejó el PCE para ingresar en un PSOE que se reconstituía en el interior para hacerse con la dirección del viejo partido en el último congreso que celebró en el exilio, Suresnes 1974.
De allí salió encargado de las relaciones políticas con el resto de fuerzas políticas que, como él, cada cual desde su sitio, trabajaban por los intereses generales de todos los españoles. Y, en seguida, diputado socialista durante 23 años consecutivos por Guipúzcoa y ministro de Justicia en el segundo gobierno de Felipe González.
En el año 2000 el primer gobierno Aznar le nombró Defensor del Pueblo y dejó su escaño y militancia. El acuerdo entre populares y socialistas no fue difícil; la personalidad de Múgica era garantía del patriotismo requerido y merecedor de la consideración de todos. No era éste otro país, España es hoy la misma y sin embargo se hacen impensables aquellos talantes de hombres libres de complejos.
Aquel acuerdo estuvo en pie diez largos años, salpicados por un episodio que nos acerca al mundo de hoy. En el otoño de 2006, gobierno Zapatero, el Congreso admitió a trámite una iniciativa comunista para reprobar y pedir el cese del Defensor del Pueblo por recurrir el Estatut ante el Tribunal Constitucional. Fue rechazada, pero ahí quedó el estigma de lo que ahora nos duele.
La socialdemocracia de los hacedores del consenso constitucional ha perecido a manos de un aventurero que desprecia la democracia representativa montado sobre una militancia ávida de pan y circo; el centro derecha sigue siendo víctima de una mezquina discordia entre familiares que alienta un populismo radical; la irrupción de comunistas oxigenados por rentas de regímenes impresentables, y otros fementidos ilusionistas sacando de la chistera fueros extemporáneos y republiquetas imposibles… en esas estamos.
El recuerdo de Enrique restaura la confianza en que la libertad por la que luchó, como patriota, socialdemócrata y vasco, nos conducirá a un futuro mejor.