Ese señor con pinta de oficial de las SS que atiende por los apellidos Ortega y Smith está empeñado en cargarse de razón y tantos méritos acumula que, sin duda, hay que dársela: “sí señor, usted es un cretino”.
Entre chuleta de barrio y engominado play boy años setenta, este personaje está poniendo sus mejores esfuerzos por que la entente social populista se adueñe de la alcaldía de Madrid, y ya puestos, del gobierno de la Comunidad.
Es lo propio del populismo más rancio, del tremendismo que juega a cuanto peor, mejor; de los bomberos pirómanos que prenden el fuego para justificar su papel tratando de sofocarlo. ¿Será esa la auténtica dimensión de Vox, o se trata de un saboteador infiltrado entre la derecha extrema?
Un personaje que denuncia complejos entre sus aliados con la misma delicadeza que manejaba la Gestapo para facturar judíos a las cámaras de gas no puede ser representante cabal de los millones de ciudadanos españoles que hace un mes votaron su partido.
Está por estudiar la causa de la adhesión a esta especie de populismo ultra registrada en las bolsas de inmigración del campo murciano y andaluz. Tal vez los votos cayeron hacia la extrema derecha como, de no haber mediado la hacienda de Galapagar, podrían haberse volcado en el polo opuesto. La demagogia confiere alas a los desesperanzados, a los hartos de democracia; y cuanto más se tira de la cuerda más alto sube la cometa.
En fin, ¿cuánto tiempo durarán los apoyos a un agente político que se mofa de los crímenes machistas, que se toma como un cumplido la reprobación recibida en el Ayuntamiento de Madrid donde ocupa un escaño?
Está por ver a quién representa un tipo de esta naturaleza. Populista es, como también los podemitas lo son; y extremistas ambos, camuflados cada cual bajo ropones distintos de los que exhiben, porque ni Iglesias es progresista, ni Ortega Smith ultraderechista. Aquél se queda en comunista, y éste en falangista.
Hay votos para todo, ¿pero por cuánto tiempo?