Tras haberse estrellado contra las urnas abiertas el pasado domingo Albert Rivera ha hecho lo que corresponde. Perder en siete meses dos millones y medio de votos que han dejado a la intemperie a sus más estrechos colaboradores y desalojado del Congreso a 47 diputados, tiene el precio que él ya ha satisfecho, la salida de la escena pública, y que los españoles habremos de pagar al gobierno social-comunista que hipoteca nuestro futuro.
El retiro de quien fue una especie de esperanza blanca de la renovación política ha sido laureado con los honores propios del país que mejor despide a sus caídos. Ciertamente Rivera es un ciudadano benemérito. Luchó contra la corriente desbocada del nacionalismo catalán sin más pertrechos que la limpieza, virtud escondida en los dominios del pujolismo, y el sentido común. El esfuerzo de un equipo de noveles deshizo en las urnas de aquella comunidad el embaucamiento del independentismo en las elecciones de hace dos años.
Que el primer partido en el Parlament, con más de un millón de votos detrás, no diera el paso para presidir la Generalitat constituyó un error estratégico. Cuando se piensa en términos tácticos todas las disculpas tienen cabida. El pretexto de que la suma de independentistas pudiera impedir la investidura de Inés Arrimadas lo que realmente impidió fue desvelar la auténtica dimensión constitucionalista del PSC, siempre chapoteando entre el constitucionalismo y el nacionalismo catalán.
Fue un mayúsculo desatino, quizá comprensible cuando los laureles del triunfador impiden la visión más allá de la punta de sus narices. Así se explican tantas vueltas y revueltas en su travesía por la política nacional. Pasó en pocos meses de ofrecerse a Sánchez para formar gobierno a asociarse con Rajoy en un acuerdo de legislatura que no le impidió volver a rondar al socialista en la moción de censura, debate que aprovechó para desahuciar al presidente popular.
De definirse socialdemócrata pasó a profesar la fe liberal ante el asombro de sus propios más que de extraños.
Empecinado luego en liderar la oposición, pese a su frágil implantación nacional y menor grupo parlamentario que los populares, Rivera rechazó como si de un espectro se tratara la propuesta de Casado para unir fuerzas en candidaturas conjuntas bajo la marca España Suma, avalada por la reciente experiencia navarra.
Hoy su partido dispondría de más del medio centenar de diputados que ya tenía y de decenas de senadores; eso sí, él se hubiera quedado sin excusa para cambiar de vida, lo que tal vez haya venido persiguiendo durante meses, pero sobre todo, España podría aspirar a tener un Gobierno sin otro apellido que democrático.
La arrogancia del liderazgo tal vez provoque los destrozos de un gabinete montado en ausencia del Jefe del Estado, papel con el que Sánchez sueña tras superar el insomnio, urgido por el pánico a volver a perder otro millón y medio de votos “progresistas”, y comprometido a pagar las costas de los sediciosos nacionalistas, un estéril keynesianismo bolivariano y la mamandurria debida al cantonalismo.
De todo ello precisa para ser investido el personaje que pondrá en almoneda el Reino de España; y además de todos los movimientos antisistema, del silencio – ¿cómplice? – de los socialistas que abrieron los brazos al consenso constitucional para labrar la democracia. Cuando aquello el ciudadano Rivera aún no había nacido.