Vistas y oídas les deposiciones de protagonistas y testigos ante el Tribunal Supremo parece que el procés no era para tanto. Y hoy menos aún; una cúpula rota en pedazos, secuaces a la carrera del sálvese quien pueda, y las fuerzas de choque convertidas en comparsas de lo que se tercie, feminismo, gay y lesbianas, quema de basuras o dispersión de excrementos a las puertas del juzgado; todo vale para mantener activa a la peña.
Un gobierno serio, puesto a ello, limpiaba aquello con menos dificultad de lo que hasta ahora cabía pensar. A medida que avanza la vista va tomando cuerpo la imagen de que la fortaleza inexpugnable del soberanismo catalán es más bien un endeble tinglado levantado sobre la arena. También Don Alonso Quijano vio ejércitos y desaforados gigantes en lo que no eran sino molinos manchegos y rebaños de ovejas y carneros.
Lo sucedido tras el descubrimiento de que en el pozo de mierda en que chapoteaba la dirigencia nacionalista el honorable Pujol estaba hundido hasta las cachas, forrándose mientras hacía país, tiene bastante poco que ver con el decurso de la Historia y la conllevancia orteguiana.
La cuestión es más elemental de lo que han concluido algunos sesudos análisis sobre las raíces del llamado conflicto secular. El procés de nuestros días que el Supremo está juzgando tiene vida propia y poco que ver con otros golpes pasados. Ni Mas es Maciá, ni Puigdemont Companys. La ambición de los últimos golpistas era mucho más pequeña, doméstica: la independencia era para hacerse con la administración de la Justicia para que los Pujol no entren en la cárcel. Lo demás, literatura.
Había que ver ayer al jefe de la policía autonómica descargando responsabilidades sobre la superioridad y, como quien no quiere la cosa, despachándose a gusto de viejos agravios. Sentado entre los acusados su antiguo jefe, el exconseller Forn, quedó visto para sentencia.
El proceso judicial al procés durará lo que dure, saldrá como salga, pero una cosa deja bastante clara: que no es tan fiero el león como lo pintan. Tiene más que ver con la guerra que Gila libraba con el enemigo hablando teléfono en mano. Naturalmente, no es cuestión de días resolver un problema alimentado desde las escuelas primarias y exaltado por la televisión y demás medios sometidos al dinero público.
Sólo un Gobierno libre de ataduras puede hacer frente a treinta años de adoctrinamiento, toda una generación perdida. Un Gobierno que declare la guerra a la mentira, un Gobierno de gente honrada. Un Gobierno con la convicción y fuerza necesarias para devolver la libertad a la sociedad catalana, a los ciudadanos españoles. Como se hizo hace cuarenta y un años.