En la calle, manifestación; en el Congreso, moción de censura. El cabreo nacional se evacúa adueñándose de la calle, enarbolando banderas, pancartas, o marchando en atronador silencio; mil formas hay de hacerlo. Pero las razones se blanden en el parlamento, donde una moción de censura, gánese o no, deja huella indeleble de cada cual.
La deslealtad del presidente del Gobierno ha llegado hasta la felonía. No ha parado mientes a la hora de ganarse los votos de los golpistas que le mantienen caliente el banco azul. Para ello acepta cuanto le sirven a la mesa: antes veintiuna propuestas para volver a hablar, luego, una comisión de partidos catalanes, secesionistas y socialistas a solas; ayer, el Gobierno de la Nación mete al frente de esa comisión un intermediario, como le exigen los golpistas, y mañana aceptará que el relator sea Mayor Zaragoza, al tiempo; y así cuanto sea menester.
Pedro Sánchez ha tensado una cuerda ya demasiado raída al cabo de nueve meses empedrados de falacias y desatinos. Su presencia al frente del Gobierno de España afrenta a los ciudadanos.
Prometió por su conciencia y honor “guardar y hacer guardar la Constitución como norma fundamental del Estado”. No lo hace pese a que sólo quince días antes de su juramento-promesa, había anunciado: «Queremos regular y concretar los nombramientos de los altos cargos para que se produzca el ejercicio de lealtad a la Constitución«.
Argüía que los independentistas, como Torra y antes Puigdemont, al eludir ese compromiso en sus tomas de posesión provocan un pulso a la Constitución, y el Estado tiene que «pertrecharse mejor«, dijo, con una regulación más precisa de la fórmula.
Y por si en esta farsa faltara algo, todo ello sucedía el día en que su partido propuso la modificación del delito de rebelión para «adecuarlo a la España del siglo XXI, de 2018«, decía Sánchez; actualizar un delito ante hechos hace años inimaginables, como que representantes públicos utilicen su posición al frente de instituciones para subvertir el orden constitucional. ¡Y ocho meses más tarde impedía que la abogacía del Estado los acusara de rebelión!
Los barones socialistas nuevos, los que se juegan su sillón en las próximas elecciones regionales, han puesto pies en pared. Los viejos, le mandan al carajo, Rodríguez Ibarra, o le preguntan si piensa que está en Burkina Faso o el Yemen del Sur, Alfonso Guerra.
Detrás, o a su lado, la vicepresidenta Calvo que necesitó una hora para explicar lo del relator y los tropecientos coroneles civiles que pueblan su administración; y el BOE, que no es mal arma. Su caso comienza a semejarse al de Maduro, con sus dos mil generales cubriéndole las espaldas frente a la marcha de los demócratas.
En una moción de censura que salgan las cuentas es importante, pero el temor a que no salgan esteriliza la política. ¿Qué más falta para denunciar que la constante apelación al diálogo encubre la connivencia del presidente del gobierno con los golpistas que lo sostienen?