¿Tendrán los españoles algo más importante el 6 de diciembre que manifestar públicamente su homenaje a la Constitución? La cuestión trasciende de ideologías y partidos; es la hora de la gente, del pueblo que lleva viviendo cuarenta largos años en paz gracias a la concordia que la alumbró.
El país es mucho más ancho y profundo de que lo que manifiestan sus instituciones representativas; en gran medida está viviendo al margen del juego que en ellas se practica. Es lo propio de las sociedades de ciudadanos libres y capaces de expresar sus sentimientos.
Celebrar la Constitución no va de enfrentar banderas por las calles, ni de increpar a nadie; ni siquiera a los que trabajan denodadamente para desmontar sus anclajes. Como en otras grandes democracias del mundo libre, la Fiesta del 6 de diciembre debería restaurar las energías con que el pueblo emprendió la marcha hacia un futuro mejor para sus hijos.
No hacerlo pone en evidencia una sociedad flácida, minada por los gérmenes tóxicos que están socavando las raíces de las democracias occidentales; corrupción, mentira, abulia, populismo.
Mal va la cosa cuando la gente, los millones de ciudadanos que quieren vivir en paz, han dejado de protagonizar la historia de nuestros días; cuando marcan la pauta ucrónicos nacionalistas, leninistas utópicos y extremistas de una y otra laya, hermanados en una especie de conjura de necios desprovista del humor que destila aquella gran novela que dejó escrita John K. Toole.
La noticia peor es que desde la política, las instituciones, los golpistas no han tenido la réplica adecuada. Cierto es que en esta desventura no estamos solos; el resto de Europa tampoco muestra la solvencia política de tiempos no tan lejanos. Y qué decir del gran hermano norteamericano, donde el populismo se ha hecho carne en la propia Casa Blanca.
La salida está en la gente tomando conciencia de su ciudadanía para liberar el sistema de las ojeras vendidas por movimientos y partidos nutridos de funcionarios madurados en su propio seno y verticalmente estructurados para impedir el libre acceso a la arena política de personas con otras experiencias y vida propia.
Cuando sus agentes convierten la política en un fin en sí mismo y deja de ser un medio al servicio de los ciudadanos, la democracia representativa muestra síntomas de asfixia. No existe la democracia anaeróbica, no puede perdurar sin el oxígeno de la participación masiva de la sociedad.
Marchas civiles, conciertos, bandas de música, toda manifestación es natural en las fiestas nacionales con que las sociedades libres dedican un día a celebrar su libertad; a demostrar ante el mundo, y a sí mismas, la fraternidad de hombres y mujeres herederos de una larga y fecunda comunidad de bienes, que eso es España.
¿Tendremos los españoles algo más trascendental que hacer el 6 de diciembre, éste y en años sucesivos, que defender la soberanía que nos permite el ejercicio cotidiano de la libertad, la Constitución que garantiza la convivencia democrática? Y a la Corona que, desde su independencia integradora, representa la unidad y permanencia de la Nación.