Importancia de la Corona

Hoy publico en La Tercera de ABC el artículo que transcribo a continuación.

¡Viva el Rey!

 

¿Por qué no gritar “¡Viva el Rey!” cuando desde una institución pública se promueve la guerra contra el Estado español? Que las amenazas partan del ridículo personaje que preside la Generalitat catalana no disminuye la afrenta. Y demuestra cuán bajo ha llegado a caer una sociedad que mantiene al frente de su autogobierno a un golpista xenófobo teledirigido por un forajido.

Resulta estupefaciente el estruendoso silencio de tantos demócratas frente a agresiones de esta naturaleza a nuestro sistema de libertades. Tal vez esa apatía forme parte de una cultura cívica, la de nuestra sociedad actual, que hunde sus raíces en el régimen instaurado por los vencedores de una lejana guerra civil.

Su evolución durante cuarenta años permitió la consolidación de una clase media que comenzó trocando libertad por seguridad y, a partir de la década de los sesenta, siguió adormecida por el bienestar creciente de un desarrollo económico como el que el resto los europeos vivía desde años atrás.

La salida de la autocracia, última fase de la dictadura, se visualizó en la extinción de símbolos y prácticas de aquel régimen, un cambio superficial que no erradicó las consecuencias de la realidad vivida durante tantas décadas. El nacional-socialismo, nacional-catolicismo y demás nacionalismos propios de la democracia orgánica –familia, municipio, sindicato- constituyeron una fábrica de estatistas, republicanos y, en todo caso, un eficaz antídoto contra toda tentación liberal.

Las flamantes formaciones de derecha, centro e izquierda que florecieron en la transición participaban de una fe inquebrantable en el llamado Estado de Bienestar, reforzada por una extraña aversión al liberalismo político.

Y al cabo de otros cuarenta años en ello sigue la mayoría.

Sin embargo, pese a la persistencia de aquellos caducos materiales, pudo levantarse la democracia que garantiza nuestra Constitución, un pacto social fraguado con renuncias mutuas y el generalizado anhelo de una efectiva reconciliación; el común acuerdo de que el pasado pasado está.

¿Sienten hoy los españoles como cosa propia aquel compromiso?

Una mayoría silenciosa parece atropellada por la frivolidad de un Gobierno sometido a los movimientos antisistema engrosados durante la pasada crisis económica; diversos en sus tácticas y métodos pero convergentes todos en un mismo fin: desmontar los anclajes del proyecto de convivencia recreado hace cuarenta años para hacer de España la Nación de todos los españoles.

Los derechos y libertades, la organización territorial del Estado, los principios rectores de la política social y económica o la separación de poderes constituyen el armazón de garantías con el que la soberanía popular creó un Estado de Derecho que asegurara durante generaciones el imperio de la ley.

Pero la propia Ley de leyes está hoy en entredicho, como el Tribunal Constitucional encargado de su pervivencia; confundidos los derechos; magistrados vejados; el parlamento burlado a golpe de decretos caprichosos; un Gobierno dictando la opinión pública a través de una televisión sometida a sus dictados, como en el régimen pasado, y una parte de la sociedad española, la catalana, secuestrada por un gobierno autonómico en abierta rebelión.

En pie queda por ahora la Corona, clave del arco constitucional que ampara la convivencia nacional. Los dos reyes que  han ejercido sus funciones demostraron el  valor de la institución en las dos grandes crisis políticas sufridas por la democracia, dos golpes de Estado frustrados.

Con el Congreso de los Diputados secuestrado, Don Juan Carlos I deshizo el golpe con un mensaje público en la noche del 23 de febrero del año 81 del pasado siglo. «La Corona, símbolo de permanencia y unidad de la patria no puede tolerar en forma alguna acciones o actitudes de personas que pretendan interrumpir por la fuerza el proceso democrático”.

Treinta y cinco años más tarde lo hizo Don Felipe VI, vista la incapacidad de los partidos parlamentarios para detener el asalto a la Nación perpetrado por la Generalitat. “Ante esta situación de extrema gravedad, que requiere el firme compromiso de todos con los intereses generales, es responsabilidad de los legítimos poderes del Estado asegurar el orden constitucional y el normal funcionamiento de las instituciones, la vigencia del Estado de derecho y el autogobierno de Cataluña, basado en la Constitución y en su estatuto de autonomía».

En ambos casos, la Corona operó como válvula de seguridad de la democracia parlamentaria. Sus titulares cumplieron el papel que la soberanía popular les tiene encomendado: ser símbolo de la unidad y permanencia del Estado, y arbitrar el funcionamiento de las instituciones. Y lo hicieron eficazmente. Por eso se ha convertido en objeto a batir.

Los populistas, tanto el nacional-populismo sedicioso como el leninismo que conduce el tercer grupo parlamentario en el Congreso, tienen declaradas sus hostilidades al Rey, término éste que siempre soslayan. Prefieren el insulto o, en un ejercicio de progresismo reaccionario, hablar de Jefe del Estado como si no hubieran salido del régimen anterior.

En un país escaso de liberales y con una inmensa mayoría pragmática en cuanto a la forma de  gobierno, la monarquía parlamentaria ha probado su eficacia para mantener en pie la normalidad constitucional. Cubre los vacíos abiertos por otras instituciones y da la seguridad que ofrece quien antepone los intereses generales a conveniencias partidarias.

El Rey no tiene partido, ni puede tener más apoyo que la adhesión de sus conciudadanos a la institución que representa. Bien merece pues sacudirse complejos del pasado y como ciudadanos libres aclamar “¡Viva el Rey!”. Porque en la Corona está hoy la mejor garantía de un futuro de convivencia en libertad.

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Posted martes, septiembre 11th, 2018 under La Tercera de ABC, Política.

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