La autoridad es una de las piedras angulares de esa compleja construcción sociopolítica que es la democracia.
Otra es el consenso en torno a los valores asumidos por toda sociedad democrática; la nuestra cita cuatro en su Constitución: libertad, justicia, igualdad y pluralismo.
Y también la existencia de unas reglas de juego claras sobre las que la autoridad pueda asegurar el libre juego de las libertades.
Cuando la autoridad instituida ceja en sus funciones la inseguridad se enciende, el curso de la vida social deja de ser predecible y la incertidumbre agrieta la democracia.
Certidumbre y predecible quizá sean las palabras más usadas por Rajoy para definir su propia personalidad como gobernante. Y fueron cumplidas en buena parte de su primera legislatura. Se centró en restaurar los destrozos de una crisis económica agravada, precisamente, por la falta de autoridad de la anterior administración. Y lo consiguió en buena medida.
Pero el tablero de operaciones de un Gobierno en nuestro tiempo y circunstancias tiene otros frentes que no han sido debidamente atendidos. Comenzando por el del nacionalismo catalán, también agravado durante el gabinete socialista de Zapatero, pero que en los dos últimos años ha llegado a su nivel crítico.
Ni postestas ni auctoritas, las dos caras que acuñan el valor de la autoridad se han perdido frente a los embates de los golpistas. A estas alturas de la Historia ¿cómo puede seguir en pie un golpe de Estado en una de las cuatro principales potencias de la Unión Europea? Resulta incomprensible.
La autoridad requiere ser ejercida, sin esa expresa voluntad su capacidad integradora se agota y las reglas del juego, la ley, acaban a merced de los delincuentes. En eso estamos.
El rechazo de las euroórdenes reclamando a tribunales de Alemania y Bélgica la entrega de unos golpistas, por ejemplo, es una humillación nacional por lo que comporta de desprecio a nuestro Tribunal Supremo. Pero también la ausencia de una política informativa digna de tal consideración.
Los servicios de comunicación, medios, diplomacia, etc., son armas fundamentales de toda autoridad política, que no puede ser desplegada con los brazos atados a la espalda.
El Estado no ha llegado a escribir ni una línea en el relato de nuestra situación. Las consecuencias están a la vista en la proliferación de atentados a la realidad, la demagogia incluso en políticos presuntamente responsables y en la debilidad de la argamasa que debería cimentar una política de interés nacional.
Muchos podremos pensar que el presidente vicario de la Generalitat terminará desalojado del despacho que mancha, pero de momento ahí está la primera autoridad del Estado en Cataluña sin acatar la Constitución. Prudencia, sí; las fórmulas son formas, también. Pero sin autoridad no hay democracia.