La democracia no funciona sin demócratas. Por eso lo de Cataluña no tiene solución; una solución respetuosa con los derechos en juego.
Desde el primer momento, en su toma de posesión, el presidente vicario vulnerará la ley. No jurará ni prometerá la lealtad debida al Rey, a la Constitución y ni siquiera al Estatuto de Cataluña. El Estado constitucional aguantará en posición de firmes, y el tal Torra así seguirá ejerciendo su papelón mientras Puigdemont mantenga en pie el guiñol en que se ha convertido la Generalitat.
El problema no es del llamado Quim, que también; el problema está en la ciudadanía catalana, enfangada desde hace lustros en el sucio juego del nacionalismo, en cuyos envites han perdido hasta la camisa y más allá: la vergüenza.
La corrupción institucionalizada del 3% no llovía del cielo, pagaban el medroso tendero, el universitario turbado, el dadivoso empresario, el gestor cultural, la multinacional arrecogida y hasta los sindicatos de clase; tothom que allí se dice. Por fas o por nefas las donaciones terminaron por engendrar un mundo de complicidades que ríanse ustedes de la mafiosa omertá.
Al cabo de unas cuantas décadas aquello se encarnó en el alma catalana, o así lo parece a juzgar por lo que está pasando. No hizo falta más que la conjunción de diversas modalidades de antisistema con la crisis económica y el mal gobierno de la situación para quebrar el suelo de civilidad, sentido común y democracia sobre el que Cataluña construyó su pasado liderazgo en el conjunto español.
Mientras el señor que mueve los hilos del guiñol pueda seguir haciéndolo ciscándose en las leyes desde la distancia no hay nada que hacer. Los tenderetes se derriban de una patada, pero éste tiene anclajes más hondos como para desmontarlo tan expeditivamente.
La obvia concertación de los demócratas ante situaciones de esta laya no está galvanizada; la resquebraja un miserable electoralismo. Pero aunque lo estuviera no bastaría para restaurar la normalidad quebrada insólitamente en una de las cuatro potencias de la Unión. Y es que la democracia tiene exigencias que sólo los demócratas pueden atender; una de ellas es la autoridad.
Lamentablemente Europa, léase Alemania, más allá de las palabras obligadas por aquello de que cuando las barbas de tu vecino…, parece no sentirse concernida. No es responsabilidad de su Gobierno mantener alojado a un forajido de tal calibre, pero la situación resulta incomprensible… si no se tiene en cuenta el principio básico de la división de poderes.
No todo el mundo lo entiende así, como demuestran las encuestas más recientes. El caso no es original. Hace medio siglo Churchill confesó que una conversación de cinco minutos con el votante medio era el mejor argumento contra la democracia, “la peor forma de gobierno, excepto todas las otras que han sido probadas”, como dijo solemnemente en el Parlamento británico.