Cuesta adaptarse a la contaminación que regurgita la política de nuestros días. Y menos mal que aún queda el suficiente espíritu crítico para mirar hacia adelante como si esto fuera a ser flor de un día. ¿Cómo han podido llegar hasta aquí tantas cosas que creímos superadas?
La política ha perdido de vista a la realidad que avanza superando dificultades como si no necesitara de gobernantes. Mal están las cosas para la mayoría de los catalanes, por ejemplo, pero ahí siguen trabajando unos, barrenando otros y, cuando llegan las urnas, votando cada cual como acostumbra. Es lo propio de un país normal que da techo y medicinas hasta los que reniegan de él.
Un país normal; elevar a la categoría de normal lo que en la calle es sencillamente normal fue el carburante del motor que cubrió las distancias entre una dictadura finiquitada en noviembre de 1975 y la democracia vivida en junio de 1977, apenas año y medio después. Aquello sí que necesitó un gobernante amarrado a la caña del timón; un político para llevar a término la travesía más insólita que alguien pudiera haber imaginado a lo largo de todo el pasado siglo.
No todas las décadas paren un estadista, ni falta que hace. Pero cuánto se echan en falta políticos nobles, buenos administradores, personas responsables ante los intereses generales de la sociedad.
Los estadistas son para las emergencias. El estadista tiende un puente sobre la distancia que hay entre su visión y las expectativas de sus conciudadanos. Las cualidades que lo distinguen son la intuición y el coraje, no la inteligencia analítica. Debe tener una concepción del futuro para dirigirse hacia él, mientras todavía está oculto para sus compatriotas. Pero si marcha demasiado delante de su pueblo acabará perdiendo su mandato…
Son ideas de Kissinger que parecen escritas a propósito del hombre que se fue hoy hace cuatro años, Adolfo Suárez. Un estadista, sí, pero iluminado con la empatía para ponerse en el lugar de los demás, y que los demás así lo sintieran. Un presidente de Gobierno que en las navidades de 1980 brindó “por el pueblo español, esperando que tenga unos dirigentes mejores que los actuales.”
Suárez fue un pacificador provisto de una sola arma: el dialogo. El hombre que más consensos entretejió en la reciente historia de España decía que para alcanzar acuerdos hay que respetar una regla de oro: no pedir ni ofrecer lo que no se pueda entregar.
Hace treinta y cuatro años escribí un libro sobre el cambio político vivido en España. Suárez lo encabezó con un breve texto que refleja su compromiso con la libertad. Decía que “En la Historia de mi país, viviéndola y haciéndola, he ratificado una idea esencial: que el futuro, lejos de estar decidido, es siempre reino de la libertad…”
Sus restos hoy descansan bajo el epitafio “La Concordia fue posible” en el claustro de la catedral de Ávila junto a los de don Claudio Sánchez Albornoz, presidente hasta 1971 del llamado gobierno de la República en el exilio; el gran historiador que, esperanzado por los primeros pasos del Gobierno Suárez, en Buenos Aires me comentaba dolido “¿qué ocasión tuvieron los españoles para convivir, para perder el talante áspero que heredamos de nuestros más remotos abuelos y que esta extraña historia nuestra había hecho perdurar?… Larga historia, pero si no hubiéramos sido como éramos no habríamos conquistado América y no estaríamos ahora hablando castellano en esta casa.”
Adolfo Suárez y la superación de dificultades: hablando de las opciones que se abren ante un problema elige la difícil, decía; que la comodidad no elija por ti. “Hay algo que ni siquiera Dios pudo negar a los hombres: la libertad«.
Buen día para revisitar a los pocos patriotas que hemos vivido.