Escapado de su confinamiento en la Isla de Elba, Napoleón invadió los Países Bajos soñando con el triunfo necesario para restaurar su imperio. 1815, 18 de junio. En Waterloo se enfrentó a la alianza europea comandada por Wellington, y precisamente en Waterloo se quebraron sus sueños.
Tras recorrer el campo de batalla cubierto por cien mil cadáveres, el Duque triunfador escribió en su informe una frase lapidaria: “Excepto una batalla perdida, nada puede ser tan deprimente como una batalla ganada.”
Si más allá de las leyendas cuatribarradas de Guifré el Pilós supiera algo de Historia, Puigdemont no habría sucumbido a la tentación de plantar su cuartel de invierno precisamente en Waterloo. Si el ex emperador perdió allí el oremus ¿qué gracia puede esperar nuestro pequeño ex, además de la presidencia simbólica que le sugiere Junqueras?
Según informa con todo detalle el diario L’Echo, un íntimo acompañante del forajido, Jami Matamala, acaba de poner sobre la mesa 113.200€ (4.400 mensuales más dos mensualidades de caución) para alquilar en la rue de l’Avocat una villa de 550 metros, seis dormitorios, tres saunas, garaje para cuatro coches, jardín y demás en la que se instalará el deprimido payasito catalán.
Cada paso que da parece confirmar que “El plan Moncloa triunfa”, como confesó en la noche del martes a Comín, hombre de su confianza; o no, depende de que el abatimiento -“Soy humano y a veces dudo”- fuera espontáneo o estudiado para atizar las brasas humeantes del campo independentista.
Lo que va pasando revalida la estrategia gubernamental de enfrentar hoy al secesionismo con los instrumentos idóneos para hacer que las leyes se cumplan: policía y Justicia. La intentona anterior requirió tanques en la ciudad condal; años treinta, segunda república. Azaña dejó escrito aquello de que “Una persona de mi conocimiento asegura que es una ley de la historia de España la necesidad de bombardear Barcelona cada cincuenta años. El sistema de Felipe V era injusto y duro, pero sólido y cómodo. Ha durado para dos siglos.”
Pero si la sedición ha sido sofocada, el soberanismo nacionalista sigue tan campante, y el problema requiere otro instrumento más laborioso: la política.
El gobierno Rajoy ha acabado enfrentando inteligentemente lo que parecía un punto de no retorno, pero quizá no habría llegado a serlo si desde el 2012 hubiera comenzado a desbaratar el tinglado de la farsa nacionalista con aquella poderosa mayoría absoluta inicial. Por exitosa que haya sido, la política económica anticrisis no resulta alegato suficiente.
Decía en Bruselas Vargas-Llosa hace unos días que si el nacionalismo se puede construir, también puede desmontarse. Restituir la realidad allí donde hoy sobrevuelan los mitos no es tarea de un año, ni de un gobierno. Es todo un reto al conjunto de la sociedad española; de arriba abajo, desde los legisladores y el Gobierno de la nación hasta los concejales y el maestro de escuela del último municipio español. Poner ese proceso en marcha significaría, realmente, el triunfo de La Moncloa.
Y del sentido común.