En el campo separatista no hubo sorpresas. Saltaron al vacío; tal y como estaba previsto. La Republiqueta quedó promulgada por mayoría simple en votación presidida por el pavor. El miedo la convirtió en secreta para que cualquier diputado pudiera eludir el banquillo alegando que el suyo fue uno de los dos votos en blanco.
Terminado el circo y visto lo visto, el Senado despachó por mayoría absoluta la tramitación del 155 solicitada por el Gobierno. De su alcance se sabía casi todo, todo menos lo más relevante, y sorprendente. Tras el Consejo de ministros extraordinario, a última hora de la tarde y asumiendo las funciones del presidente depuesto de la Generalitat, Rajoy anunció la celebración de elecciones autonómicas en el primer día hábil para hacerlo, el jueves 21 de diciembre, y naturalmente la disolución del actual Parlament.
Los cincuenta y cuatro días que la ley electoral determina entre la convocatoria y las urnas no es demasiado plazo para devolver la normalidad a la vida política catalana. Quizá resulte insuficiente, pero tiene la virtud de reponer cuanto antes el autogobierno malversado por los sediciosos; de cerrar el paréntesis abierto por la intervención.
En todo caso, unas elecciones libres, limpias y legales, son el remedio más directo para devolver a las personas el disfrute de sus derechos y libertades. En su secuestro está la clave de la elefantiasis nacionalista que sufre Cataluña y allí donde una partida de populistas soñadores burle la buena fe de los ciudadanos, hipotecando sus pertenecias para regalarles su propia casa, el suelo que pisaron desde que nacieron. Es el tocomocho del nacionalismo.
“Estamos hablando de la vida de las personas y de sus derechos, no de la vida ni de los derechos de las hectáreas ni de los territorios.”, dijo Rajoy en el Senado, reiterando el mensaje que hace seis meses lanzaba en la entrega del Premio Umbral a Aramburu, autor de la novela sobre el terrorismo etarra Patria: «Ante los derechos humanos individuales, el primero la vida, nada son las patrias, ni los territorios, ni las hectáreas«.
Todo lo demás es vehicular para llegar a la libre expresión de los ciudadanos. La fulminante destitución de Puigdemont, Junqueras y resto del gobierno autonómico, la extinción de sus oficinas, del Consejo de Transición Nacional, del patronato de Diplocat y las embajadillas en el extranjero, de los delegados en Bruselas y Madrid, etc. son las medidas imprescindibles para dejar expedita la vía a unas elecciones simplemente democráticas.
A nadie se le oculta que dicha vía podrá tener mucho de dolorosa, tanto como quieran los presidentes de ACN y Ómnium, los Jordis que duermen con el hereu de Pujol en Soto del Real. Apelar a la provocación, a la violencia, es la gota que colmaría el vaso para convertir en rebelión lo que podría pasar como desobediencia civil. A los sediciosos de la Generalitat no les haría excesiva gracia echarse sobre las espaldas más penas de las que la fiscalía proponga la semana entrante.
De momento han perdido sus aforamientos, han ascendido a la categoría de simples ciudadanos. ¡Cuán presto se va el placer!, como escribía Jorge Manrique. Ayer imaginándose Puigdemont nimbado de laureles, presta su efigie para ser esculpida en monedas y camafeos, y mañana pasto de flashes bajo el umbral de un Palacio de Justicia…