De los cientos de millares de españoles que vieron hace dos noches la entrevista de Evole con el presidente de la Generalitat, muchos no pudieron menos que recordar el llamado test del pato. Ya saben: si parece un pato, nada como un pato y grazna como un pato…
A lo largo de toda la conversación el personaje no dejó espacio alguno para la duda: es un pato.
No se permitió un escarceo inteligente, ni siquiera el sentido del humor que según sabios científicos nos distingue del resto de los bípedos. Nada; sólo la mentira hasta el extremo de no recordar su no tan lejana oposición a la celebración de referéndums de autodeterminación en situaciones auténticamente coloniales.
Que la institución estatal más relevante en Cataluña esté sometida al arbitrio de este personaje no tiene ningún sentido. Resultaba patético; constituye la prueba más clara de lo bajo que ha caído la política.
Un sujeto que balbucea ante cuestiones tan elementales como si está desobedeciendo al Constitucional, o que, con la que ha montado, afirma que nunca jugó al azar es acreedor a dudar de sus capacidades.
Sabido es que ya no tiene otra papel a jugar que el de aquellas cabezas de ariete con que las mesnadas medievales trataban de romper las puertas de la fortaleza. Tras las próximas elecciones regionales Puigdemont firmará el acta de defunción de su propio partido en beneficio de Junqueras, razón por la cual se resiste a anunciarlas como salida lógica tras el fracaso del envite del 1-O. Tiene tan poco que perder que sería capaz de jugar a inmolarse en el altar de sus predecesores golpistas históricos Maciá y Companys.
La historia perdona muchas cosas, pero levantar un mito sobre la estupidez del botarate va a resultar poco menos que misión imposible. Y este es el caso: si parece un botarate, actúa como un botarate y habla como un botarate, no lo dude; es un botarate.