La realidad está destrozando principios como el de la presunción de inocencia. Las Constituciones suelen garantizarlo, la nuestra lo hace en el artículo 24, y así consta en textos tan consagrados como la Declaración Universal de Derechos del Hombre, el Convenio Europeo de Derechos Humanos y hasta en la Carta Africana de Derechos Humanos y de los Pueblos.
La presunción de inocencia es una de las señas de identidad de todo Estado democrático, como las elecciones libres o el respeto a las leyes y derechos de los demás. Tan así es que mientras en los procedimientos civiles el juez considera los hechos alegados como datos a probar por la parte que los presenta, en el proceso penal el juez parte de la inocencia del imputado. De la valoración de la prueba dependerá que resulte definitiva la inocencia inicialmente presumida.
Pues bien, la última banda descubierta de golfos apandadores invita a pensar en lo arduo que resulta aplicar a esta gentuza el principio comentado. Nadie es quién para negarles tal derecho, pero la acumulación de tropelías, el desmedido afán de lucro, la ruptura de toda ética privada y pública, invita a escarmentar en sus cabezas la podredumbre que anida en la sociedad.
Parece increíble que no les sirvieran de escarmiento episodios como los casos Filesa y Malesa que vivieron los socialistas hace ya veintisiete años, o los ERE más recientes; Bárcenas, Gurtel y demás lacras populares, el 4% en curso de los nacionalistas catalanes, y tantos otros fuera del campo estrictamente político, como los Ruiz Mateos o Díaz Ferrán, expresidente de la CEOE.
Que el criminal nunca gana está siendo algo más que un recuerdo de aquel serial radiofónico que la SER emitía durante el franquismo, o los de Perry Mason en la televisión. Ojala así siga siendo, y criminales y compinches sufran las consecuencias de romper la confianza de los conciudadanos.
Pero el caso de Ignacio González y demás culpables presuntos, hagámosles este favor, ha echado luz sobre el comportamiento de algún medio. No se trata de esa pulsión que algunos sienten por convertir en héroes populares a criminales sin paliativos o, por el contrario, a condenar sin atender a juicio ni razones, no; peor aún. Los intentos de impedir la depuración del caso presionando o chantajeando a quien lo desvela resultan indignos de una profesión que está jugándose su futuro, y con él, el de la democracia.
El hecho no resultaría extraño en personajes como Pineda y Bernad, en prisión preventiva acusados de chantajear a bancos, constructoras y a quien se les pusiera por delante, pero sí repugna en el caso del presidente y director de un diario de ámbito nacional. Sus presiones a la Presidenta de la Comunidad de Madrid, denunciante de la corrupción en el Canal, les han rebajado al nivel de aquel par de sinvergüenzas.
Marhuenda, como periodista y hombre que firma lo que escribe y dice en tantas tertulias, ha caído en el pozo de las redes sociales sin responsabilidad y amparadas por el anonimato, canales de basura incontrolada que arruinan el valor de la información. Frente a él, Cristina Cifuentes ha demostrado una fortaleza de la que muy pocos políticos pueden presumir en todo el arco parlamentario. Todo.