Esta versión posmoderna de la democracia, la de los tuits, escraches y agitadores televisivos, se ha cobrado la primera vida. La senadora Rita Barberá ha muerto víctima de la pena de telediario y del acoso injurioso a las puertas del Tribunal Supremo de la nación.
Barberá estaba encausada por un supuesto delito de blanqueo de dinero cifrado en mil euros. ¡Mil euros! que dio al partido como aporte a la campaña electoral y que presuntamente le fueron devueltos, extremo éste que ella negó hace dos días ante quien fuera Fiscal General durante el gobierno Zapatero, Conde Pumpido, hoy magistrado del Supremo encargado de la causa.
La alcaldesa que puso la ciudad de Valencia en el siglo XXI al cabo de los veinticuatro años que la administró, volvió a ganar las últimas elecciones pero perdió la mayoría absoluta de que venía disponiendo durante años.
Como en tantas otras capitales, los socialistas de aquel Sánchez se apresuraron a desalojar a los populares poniendo el bastón de mando en manos de Compromís -la coalición en que se integraron el bloque nacionalista valenciano, los comunistas y los verdes- y sumando sus votos a los de la marea podemita, allí denominada València en comú.
Caben pocas dudas, por no decir ninguna, de que la organización popular valenciana ha sido uno de los paradigmas de la corrupción, junto a la Junta socialista andaluza y la Generalitat nacionalista catalana. Pero Barberá salió indemne de todas las causas abiertas por la Justicia sobre el tema; en unas porque según los jueces no había tema, y en otras porque no le afectaron a ella.
Hasta llegar a la denominada Taula, abierta para esclarecer el posible lavado de dinero de origen no santo utilizando las campañas electorales; en su caso concreto, por la donación de mil euros por ella misma reconocida con la misma naturalidad que rechazaba su automática recuperación.
El caso es que los carroñeros de la situación dictaron sentencia y Barberá ha muerto calumniada sin pruebas. La noticia cayó como un rayo en los hemiciclos del Congreso y Senado. Y tras la sorpresa, el minuto de silencio que puso en su sitio a cada cual. Frente a la gran mayoría que aparcó diferencia para despedir con respeto a una persona que dedicó su vida a los demás, los integrantes de la castuza, los sans culottes de nuestros días, mostraron su ruindad. Y como carroñeros despedazaron la memoria de la víctima “cuya trayectoria está marcada por la corrupción”, alegó su líder máximo.
Para hechos de corrupción probados, el de Errejón inhabilitado por la Universidad de Málaga por vivir de una beca sin honrarla, el de las trampas fiscales de Monedero, descubierto por Hacienda distrayendo impuestos debidos, y el de Iglesias montando su tenderete con los dineros del chavismo llegados a la fundación CEPS, y de la democracia iraní a su púlpito televisivo.
Por no seguir con el asistente sin contrato ni seguridad social del mismísimo Echenique, o con sus parlamentarias baleares Huertas y Seijas, las alicantinas Peremarch y Belmonte. En fin, llegaron tarde pero qué prisa se han dado. Tanta como en renunciar a aquel principio básico de suprimir privilegios, como el aforamiento de los parlamentarios, para oponerse al suplicatorio del nacionalista Homs.
Gentuza, sin paliativos.
Tampoco es de recibo que entre las filas populares alguien escribiera: “Lamento que Rita Barberá haya muerto habiendo sido excluida del partido al que dedicó su vida”. Sobre todo si el autor del comunicado es su presidente de honor.