Hoy hace cuarenta años la democracia comenzó a ser posible en España. No existen demasiados precedentes en la Historia; apenas duró año y medio el tránsito desde un régimen totalitario, que eso es una dictadura, al Estado de Derecho de una monarquía parlamentaria.
A las nueve y media de la noche de aquel 18 de noviembre de 1976 las Cortes franquistas votaban el comienzo de la demolición del sistema que refrendaron durante más de treinta años, toda una generación de españoles.
Sólo cinco artículos bastaron para dar vuelta al entramado jurídico constitucional del régimen nacido de la guerra civil. El primero establecía que la democracia se basa en la soberanía de la Ley y que ésta ha de ser “expresión de la voluntad soberana del pueblo”.
Y el último dejaba claro que en el proceso abierto no cabían bromas: “El Rey podrá someter directamente al pueblo una opción política de interés nacional para que decida mediante referéndum, cuyos resultados se impondrán a todos los órganos del Estado.” Y por si la advertencia no bastara, las Cortes quedarían disueltas de no acatar la decisión del pueblo.
Por 425 votos a favor, 59 en contra –seis generales y un obispo entre ellos- y 13 abstenciones los procuradores de la democracia orgánica –familia, municipio y sindicato- y los consejeros nacionales, de ellos 40 nombrados por el propio caudillo muerto un año antes, aprobaron la Ley para la Reforma Política. Las ausencias no fueron pocas, 34. La mitad, una delegación de procuradores sindicales embarcada la semana anterior rumbo a Cuba y Panamá.
“Las Cortes nombradas por el dictador han enterrado el franquismo”, tituló Le Monde, y The New York Times, “Asombrosa victoria de A. Suárez”.
La última ley fundamental de aquel sistema, o la primera del actual, no necesitaba disposiciones derogatorias ni siquiera un preámbulo como el que trató de introducir el Consejo Nacional del Movimiento, aquel “órgano colegiado que se reúne de vez en cuando para escuchar lo que dice el aconsejado”, como lo definió José María Pemán. Pero de hecho derogaba las Cortes orgánicas, el Consejo Nacional y el propio Movimiento, leyes como la de asociaciones políticas, sistemas electorales, en fin, la estructura toda del régimen anterior.
Dos meses antes, el presidente Suárez había presentado el proyecto directamente a la opinión pública diciendo que la democracia ha de ser obra de todos los ciudadanos; ni obsequio ni concesión. “Podíamos sentir la tentación de redactar una Constitución completa reguladora de todos los aspectos de la vida nacional… hemos preferido dar paso a la legitimidad real de los grupos y partidos por medio del voto… Las elecciones son la clave del proyecto… sufragio universal, igual, directo y secreto… Así el pueblo participa en la construcción de su propio futuro.”
El consenso tardó unos meses en llegar pero el 15 de julio de 1977 se celebraron las primeras elecciones generales libres después de cuarenta años, y en diciembre de 1978 el 88,54% de los votantes refrendaba la Constitución de la Concordia. Una gran mayoría de españoles abrió el camino de la democracia al paso de la Ley, rompiendo así el maleficio del guerracivilismo de que está empedrada buena parte de nuestra Historia.
En Buenos Aires, tres años más tarde, celebré estos hechos con don Claudio Sánchez Albornoz, quizá el español que mejor conoció el alma de su país. En una pequeña salita atestada de libros y frente a un cuadro de San Miguel que tenía destinado a la catedral de Ávila, había comenzado preguntándose “¿qué ocasión tuvieron los españoles para convivir, para perder el talante áspero que heredamos de nuestros más remotos abuelos y que esta extraña historia nuestra había hecho perdurar?”. La ocasión llegó al fin, y el que fue presidente del gobierno de la segunda republica en el exilio hasta 1971 regresó a su patria. Sus restos reposan hoy en el claustro de la catedral de Ávila cerca de los de Adolfo Suárez.