Acostumbrados a los trazos gruesos con que la política se viene escribiendo desde hace años, las sutilezas no encuentran acomodo. Por ahí anda la causa del lío montado en torno a la aceptación por Rajoy del encargo constitucional de presentarse al debate de investidura para, al fin, formar un nuevo Gobierno.
El presidente en funciones no pudo ser más claro ante los periodistas. He recibido el encargo del Rey, quiero gobernar, trataré de alcanzar acuerdos para ello, y si no los logro gobernaré con los 137 diputados populares. Pocas veces un gallego en ejercicio habló tan llanamente.
Pero a quienes dirigía sus palabras hicieron como que no creyeran tanta determinación y, partiendo por la mitad lo expresado por el candidato, se quedaron en que había abierto la puerta para una segunda espantada, caso de no lograr los acuerdos mínimos para ganar la investidura, o formar un nuevo Gobierno, que no es lo mismo.
Así, brocha gorda en mano, siguieron embadurnando un panorama necesitado como nunca de finos pinceles, de marta cibelina a ser posible. Todo ello para salvar la contradicción en que se encerraron al asegurar que no habrá terceras elecciones con la misma firmeza que niegan su voto a la única investidura posible. A ver quién ata esa mosca por el rabo.
¡Tiempos aquellos en que comenzó a hablarse aquí de “la leal oposición”! Los británicos, que de parlamentarismo sabían como nadie hasta llegar al Brexit, hablan desde hace siglo y medio de la leal oposición de Su Majestad; no a Su Majestad, sino de Su Majestad. Matiz que convierte en cogobernantes a quienes no forman parte del Gobierno… de Su Majestad.
Entre aquel parlamentarismo y el nuestro media el abismo separa a los partidos que participan del poder discutiendo y controlando las decisiones del Gobierno que corresponde al mayoritario, de aquellos otros que buscan la anulación del adversario, cuando no su exclusión del mapa político. Con aquellos el conjunto de los ciudadanos siempre sale ganado al ensancharse la definición de los intereses generales. Los antagónicos, por el contrario, socavan las instituciones hasta dejarlas imposibles para unos y otros.
Rajoy hizo ayer una llamada a abrir una legislatura tutelada por la corresponsabilización de los partidos constitucionalistas, y confesó preferir el cogobierno a la tutela; la implicación de C’s y PSOE en fijar una hoja de ruta para los próximos cuatro años. Tal vez fue la insistencia en esto último la llave que abrió el fantasma de la marcha atrás. Manca finezza, por decirlo suavemente.
En todo caso no es a Rajoy a quien tienen que salirle las cuentas; el acreedor es el país. Cercado como ayer comentábamos por ajustes económicos y reformas políticas pendientes, la sedición de los soberanistas catalanes, el terrorismo yihadista y una cuarta parte de los escaños del Congreso ocupados por los antisistema, España no merece el enrocamiento de ningún aspirante a pintar algo en su futuro.
No es tiempo de jugar de farol; Sánchez y Rivera saben que una tercera ronda electoral sería letal, para ellos y a sus pastueñas organizaciones, tan silentes ante los sinsentidos de sus mandamases. Tal vez por ahí acabe saliendo el sol… y un nuevo Gobierno.